El nacimiento de Liberada Martínez

El día del nacimiento de Liberada Martínez era ya de noche; las primeras horas después del anochecer de un viernes de principios de verano. Sería más apropiado, entonces, decir, la noche del nacimiento de Liberada Martínez, pues, como digo, ella llegó con la noche, como todas las cosas importantes en mi vida. Yo mismo nací de noche, de madrugada, como si ya desde el inicio de mi existencia viniera a anunciarse la relevancia que en mi vida habría de tener la noche, aunque, en parte, eso haya tenido mucho que ver con la propia Liberada. En cualquier caso, lo cierto es que todas, todas las cosas importantes de mi vida han sucedido de noche: mi trabajo, mi marido, la paliza que me dieron en el 93 y que me dejó ciego de este ojo, la muerte de mi padre…Y, por supuesto, Liberada. Ella nació, podríamos decir, de las sombras, la noche de un viernes de verano, mientras yo estaba en mi habitación probándome ropa, decidiendo qué ponerme para ir al cumpleaños de mi amigo Juan Márquez. Llevaba ya un rato así, rebuscando entre el armario, tratando de encontrar el look perfecto. Si no me daba prisa llegaría tarde. De hecho, llegué tarde, como siempre, pero a partir de ese día ya nunca pedí disculpas por eso. Desde ese momento lo convertí en un hábito. Fue una de las cosas que cambiaron esa noche. Desde entonces, la impuntualidad ha sido, lo sigue siendo, mi seña de identidad. Incluso ha habido veces en que me he sentado a esperar en casa, tomándome un gin-tonic antes de salir, sólo para asegurarme de no llegar a tiempo. Es una forma de decirle al mundo, a todo el mundo, que nunca podrán tenerme cuando quieran, sólo cuando yo disponga. El gin-tonic también ha terminado siendo otra de mis señas; hay quienes me dicen que el alcohol va a acabar conmigo, pero a ver cómo coño quieren que con cincuenta y cinco años trabaje en la noche de miércoles a domingo y no beba.

El cumpleaños de Juan Márquez, que en aquella época aún era mi amigo, era el acontecimiento que marcaba el inicio del verano. La primera fiesta que celebrábamos en esa época en la que la vida tiene tantas cosas que ofrecer. De mi grupo de amigos de aquel momento, los que no están ya muertos están felizmente casados, así que hace años que no sé nada de ellos. A Juan Márquez sí lo veo algunas veces, ha llegado incluso a venir alguna que otra noche al espectáculo, pero se pone al fondo, pensará que a lo mejor así no me doy cuenta de que está. La realidad es que daría igual que se pusiera en primera fila, para mí no existe, no desde el día de la paliza. Porque de la paliza recuerdo poco, pero lo que recuerdo no se me olvida. Lo primero que recuerdo es el frío que hacía aquella noche. La gente que no es de Sevilla no sabe el frío que hace aquí en invierno, con esa humedad que se te mete en el cuerpo y te cala hasta los huesos. Pues era una de esas noches de frío insoportable. Íbamos Juan y yo de vuelta a casa, riéndonos ajenos a todo y, de repente, de la nada, un grito: ¡Mariquita asqueroso! Y entonces un golpe, el primero. Un golpe en la cabeza que me tiró de bruces al suelo. Recuerdo el tacto frío del pavimento de la calle al chocar contra mi cara y el miedo inundando mi cuerpo mientras me daban patadas en la cabeza y en todo el cuerpo. Más que el dolor recuerdo el miedo, el miedo terrible a morirme allí tirado. Y lo último que recuerdo, imborrable en mi memoria, es ver a Juan Márquez corriendo, alejándose calle San Luis arriba, mientras tres hijos de puta me daban una paliza de muerte. Vino al hospital a verme muchas veces, muchas, pero yo no lo dejé pasar nunca. Mi madre hablaba con él y le decía que ya se me pasaría, que qué iba a hacer yo sin mi mejor amigo. Desde siempre habíamos estado los dos juntos, desde la guardería: Juan Márquez y Carlitos Martínez. Hasta entonces.

Pero me he adelantado mucho. Lo que iba a contarte hoy es el día, la noche, más bien, del nacimiento de Liberada Martínez. En ese momento aún no había sucedido nada de eso, Juan y yo todavía éramos amigos y nos preparábamos para celebrar su dieciocho cumpleaños. Yo aún tenía diecisiete años, pero habíamos decidido que ese viernes, después de celebrar su fiesta con todo el grupo, él y yo íbamos a ir por primera vez a una discoteca de ambiente. Por eso andaba yo dándole tantas vueltas a la ropa que iba a ponerme.  Y entonces, inesperadamente, pasó. Estaba frente al espejo de la puerta del armario, mirando a ver cómo me quedaban unos vaqueros negros que tenía por ahí, giré un momento la cabeza y, ahí, fugazmente, vi una sombra. Fue como algo que ves sin ver, como un destello, sólo una sombra que cruzó momentáneamente mi cara al mover la cabeza y ponerme un poco a contraluz. Ya te digo, fue un instante, pero me brotó al punto un sentimiento de extrañeza. Extrañeza… no sé decirlo de otra manera. Me quedé parado un rato, quieto, unos segundos, unos minutos, no sé cuánto, mirando fijamente mi cara, pensando si no habría sido una alucinación lo que acaba de ver. Pasado un tiempo ya me atreví a mover la cabeza, buscando en realidad si había manera de encontrar el punto exacto en el que aquella sombra volvía a aparecer sobre mi cara. Me costó, no era un movimiento intuitivo, tenía que forzar la cabeza hacia atrás y hacia un lado para que la luz de la lámpara del techo me diera de costado y…Allí estaba, proyectada sobre mi propio rostro: otra cara, otra persona. No era una alucinación, lo que había visto fugazmente en ese primer momento en que la sombra atravesó mi cara, estaba ahí, ahora quieta. Lo que sentí a continuación es muy difícil de describir. Por un lado, me invadió la angustia, una angustia muy honda como si me hubiera desgarrado por dentro, como si en mi interior hubiera habido un corrimiento de tierras. Pero por otro lado… No se puede explicar. Me quedé mirando fijamente el espejo, sin parpadear, hasta que me dolieron los ojos, angustiado, sí, pero a la vez fascinado por aquella cara que se me había aparecido, prendido por la imagen de esa persona que había surgido por la transmutación que las sombras habían operado en mi rostro.

Estudié aquella cara, tratando de memorizar bien los rasgos, aún sin saber bien qué era, quién era. Y también estudié el movimiento de cabeza, el punto exacto en el que debía situarme para que apareciese esa otra persona frente al espejo. No sé qué impulso, qué fuerza me movió, pero fui al cuarto de baño y de allí cogí todas las cosas del maquillaje de mi madre. Fui casi a tientas, con los ojos medio cerrados, tratando de atrapar así esa imagen que tanto me había impactado, temiendo que se me fuera a salir de los ojos, temiendo que si miraba otra cosa la ilusión se perdiera y cuando volviera a situarme frente al espejo ya no encontrara a esa otra persona. Pero cuando volví y reproduje el movimiento, cuando las sombras se proyectaron de nuevo sobre mi rostro, allí estaba, esperándome. Cogí un perfilador y sobre las mismas sombras dibujé las cejas, alargué los ojos, después los labios. Pinté como quien calca un mapa. Fui dando forma y luego rellenando, dándole cuerpo a aquella cara. Cuando terminé me miré de frente y me sentí distinto. Fue sobrecogedor verme transformado, mirarme a los ojos y no saber quién estaba frente a mí. Al principio, sólo brevemente, sentí que la persona que me devolvía la mirada desde el espejo no era ni hombre ni mujer. Pero, al momento, algo dentro de mí me lo dijo: mujer. Primero como un susurro ―mujer―, que fue poco a poco creciendo: MUJER. Y finalmente un grito a viva voz, descarnado: MUJER. Yo sentí esa voz como si fuera otra, a pesar de que manara de mi interior. No era mi voz. Aunque hubiera tomado posesión de mi cuerpo, aunque el grito hubiera cobrado forma en mi propia garganta y hubiera sido mi boca la que gritaba, a mí esa voz me vino extranjera, impropia. Y en parte aún lo sigue siendo, aunque yo ya la haya hecho mía a fuerza de usarla. Pero, en ese momento, por primera vez, había cobrado vida, en mi cuerpo, otra persona.

Alertados por el grito, mis padres vinieron a ver qué había pasado. El primero en llegar fue mi padre y, en cuanto me vio, a su cara se asomó la perplejidad. Después vinieron el gesto mezcla de decepción y de enfado que yo conocía tan bien. Ahora que soy más mayor, bastante más mayor, puedo imaginar que nada te prepara para ver a tu hijo transformado en otra persona, pero mi historia con mi padre venía de lejos. ¿Tú sabes por qué el día de la paliza yo me quedé tirado en el suelo y no me moví mientras me daban patadas esos tres hijos de puta? A mí la primera paliza por maricón me la dieron con cinco años. Me la dio mi padre, claro. A ver si así me hacía un hombre. Un hombre.   

― ¿Qué haces? ―El tono que utilizó dejaba claro que aquello no era una pregunta sino un reproche. Uno más, uno de tantos. Yo conocía perfectamente ese tono que era siempre el comienzo de una nueva reprimenda. Empezaba así y luego venían los gritos y después, a veces, los golpes. Normalmente yo agachaba la cabeza y aguantaba. Pero esa vez todo fue distinto, algo había cambiado en mí.

―¿Qué haces? ―insistió. Yo lo miré fijamente a los ojos con un gesto de indiferencia. Indiferencia, sí, no hubo desafío, solo la expresión de quien sabe que el otro ya no tiene ningún poder. Me quedé callada un rato, alargando el momento, sosteniéndole la mirada para que entendiera bien lo que acababa de pasar. Entonces, le dije:

―Liberarme.

Y así nació, ya desde el principio liberada. Liberada Martínez.

Estados de la materia

Al otro lado del teléfono me dicen que ha muerto. Al otro lado del teléfono, al otro lado del mundo, me dicen que ha muerto. En ese momento me quedo en silencio, escuchando mi respiración y la respiración de mi interlocutor al otro lado de la línea. Es un instante, un segundo, que dura el infinito, un universo lleno de silencio y de pensamientos que se atropellan. Shock, lo llaman. En ese momento, ese intenso momento, ese universo de silencio, yo pienso que muerto es sólo una palabra. Una palabra hecha de fonemas, de sonidos que se encadenan unos con otros para dar forma en nuestro cerebro a la idea de la muerte. Ahora mismo, mientras los dos seguimos callados y no hemos dicho nada, mientras la última sílaba de esa palabra sigue aún resonando en mi canal auditivo, yo podría fingir que en realidad no he oído nada. Podría fingir que la línea se ha llenado de interferencias y no he llegado a oír nada, quizá sólo ruido y tartamudeo al otro lado del teléfono. Pero entonces tendría que preguntar qué has dicho, es que no te he oído bien. Y entonces mi interlocutor repetiría la palabra, la temida palabra, aún más alto y más claro, más despacio, arropando cada fonema con la nitidez de una vocalización precisa, para que llegaran incólumes en su viaje a través de las ondas electromagnéticas, de modo que la muerte anunciada sería imposible de ignorar y yo tan sólo habría conseguido alargar la vida de la fallecida los breves segundos que habría de durar la fingida confusión.

No, unos segundos no es suficiente. Mejor, en este breve instante de silencio, cuando la última sílaba de la susodicha palabra sigue aún resonando en mi canal auditivo, mejor fingir que muerte, m u e r t e, es sólo una palabra más. En realidad yo no he visto el cuerpo aún y no sé siquiera si lo veré. Así, ahora mismo, ahora, en este infinito universo de silencio, este instante eterno de pensamientos que se atropellan, yo puedo fingir que muerte es sólo una palabra y no un estado de la materia. A saber, los estados de la materia son cuatro: sólido, líquido, gaseoso y sin vida o muerto. No inerte sino muerto, que es distinto. Porque muerto es un calificativo muy particular que sólo se aplica a cosas ―o mejor, seres― que han gozado alguna vez del regocijo de la vida, algo que las cosas inertes o inanimadas no han probado nunca, por lo que, nunca habrán de lamentarse por haber perdido lo que nunca han tenido, al menos que se sepa. Así, en este instante de silencio telefónico, este segundo que ya digo que es eterno, como si durara una vida entera ―la de la persona que se ha muerto, por ejemplo―, yo puedo fingir que eso, muerto, es sólo una palabra que no significa nada más grave de lo que significan silla o hierba o corazón. Porque es bien sabido que esas palabras sólo llegarían a ser graves si se les pone delante o detrás alguna otra palabra, alguna otra sucesión de fonemas que las transforme en otra cosa más grave, más seria. Porque no es lo mismo silla que silla eléctrica o hierba que fumar hierba o corazón que corazón roto. Ahora que lo pienso, quizá la diferencia esté en que silla o hierba o corazón son sustantivos y muerto un adjetivo. Pero no, creo que no, creo que lo que sucede es que hay palabras que son como bombas que hacen que, en tu cerebro, en alguna zona particular de tu cerebro, bien sea el área de Broca, el hipotálamo o quizás la amígdala o incluso en todas a la vez, allí explote algo. Muerto es una de ellas, y lo es porque remite a (la) muerte, que esta sí es un sustantivo y es, también, una palabra bomba. Cuando uno escucha muerto o muerte, no puede pretender que las interferencias de la línea telefónica han interrumpido la comunicación, lo más que acierta a hacer uno es a quedarse callado, meditando cómo fingir que muerte es sólo una palabra, mientras la respiración de su interlocutor acompasa los pensamientos que se atropellan en un instante infinito de silencio. Esa palabra, ya sea muerto o muerte, adjetivo o sustantivo, reverbera en cualquier oído que la escuche, aunque sólo sea una sucesión de fonemas, es decir, de sonidos que se encadenan. Una vez que esos sonidos alcanzan nuestro canal auditivo para que después nuestro cerebro, en un breve, brevísimo instante, tan brevísimo que casi lo podríamos pensar automático como tantas otras cosas hay automáticas en esta vida, entonces, ya interpretados y dotados de sentido, se forma en nuestra mente la imagen de lo que es la muerte y la bomba explota. Y en ese momento, la idea de la muerte cobra forma, como he dicho, pero forma no general sino particular, y uno se imagina al muerto ―la muerta― con nombre y apellidos. Y se imagina sus ojos abandonados de la viveza que siempre tuvieron; se imagina a su alrededor el aire estático, vaciado de su voz y de los caprichos de su risa; se imagina su postura quieta, quieta, quieta con una quietud que se llama rigor mortis; y su piel apagándose mientras la vida termina de írsele del todo al tiempo que la muerte se va asentando en su cuerpo ahora muerto, con ese nuevo estado de la materia que desde este momento le acompañará para siempre. Lo que quiero decir, en definitiva, es que hay una imposibilidad absoluta de fingir que una palabra bomba es sólo una palabra más de esas que no tienen ninguna gravedad a menos que se les añada algo que las transforme, como son, por ejemplo, silla o hierba o corazón.

Así que, descartadas estas dos primeras alternativas, en este instante, este segundo eterno de silencio de universo de pensamientos atropellados y de respiración de mi interlocutor al otro lado de la línea telefónica, pienso que podría también colgar el teléfono, terminar la llamada y dejarla inconclusa y, a partir de este momento vivir como si nunca hubiera escuchado lo que me acaban de decir por muy incómodo y grosero que resultara no volver a atender ninguna futura llamada de mi interlocutor. De esa manera podría fingir durante un tiempo más prolongado que, lo que acaba de anunciarme la voz al otro lado de la línea telefónica, nunca ha sucedido, y de esa manera podría mantener viva a la persona finada durante todo el tiempo que consiguiera sostener esta farsa. Mientras fuera capaz de vivir como si no hubiera escuchado lo que he escuchado, y siempre que se mantenga la premisa actual de que yo en realidad no he visto el cuerpo y la única prueba fehaciente que tengo de la noticia, la mala noticia, la terrible noticia de la muerte de la persona fallecida es la palabra de otra persona al otro lado de una línea telefónica y al otro lado del mundo, entonces la persona fallecida seguiría para mí viva, en un estado de superposición, de posibilidad, similar al que Schrödinger enunció para el gato de su famoso experimento mental.

¿Me has oído? ―me pregunta de repente mi interlocutor al otro lado de la línea telefónica. Y el instante, el segundo de silencio que dura no ya un infinito sino casi, finalmente sólo tendente al infinito, pero no infinito porque tiene fin, acaba, precipitado su final por la pregunta de esa voz que se dirige a mí. Y entonces yo ya no puedo fingir nada más, mi canal auditivo recoge los fonemas que son una sucesión de sonidos que mi cerebro interpreta. Y la bomba explota.

Maldición

Mi marido es una maldición. Eso ha sido para mí. Ha sido una enfermedad, ha sido como la herrumbre que corrompe la forja, como la carcoma que devora la madera, ha sido peor. Si yo hubiera sabido esto la primera vez que lo vi, aquella vez primera, habría cerrado los ojos. Hasta me los habría arrancado, me los habría sacado de las cuencas para no verlo y no caer loca de amor por él. Porque eso es lo que yo soy, una loca, y ahora ya todo el mundo lo sabe. De qué si no iba yo a hacer lo que he hecho. Pero si la gente supiera lo que yo he pasado.

Te decía que habría cerrado los ojos, que me los habría sacado de las cuencas, porque es la única forma de evitar el hechizo, la maldición de mi marido. Nosotros nos conocimos en la feria, tú sabes, las cosas de Sevilla. Tenía yo diecisiete años y él veintiuno. Yo estaba con mi hermana Victoria y unas amigas en la puerta de la caseta de mi amiga Eugenia. Había un montón de gente, te podrás imaginar… ¿tú has estado alguna vez en la feria de Sevilla? Pues eso, un montón de gente, todos cantando, bailando… Y entonces apareció él. Iba con otro amigo, Juan, que en paz descanse, que se murió el pobre de cáncer de próstata hace dos años. Ahora algunas veces pienso que si me hubiera fijado en él en vez de en mi marido mi vida habría sido diferente, seguro que habría sido más feliz. Pero, ¿cómo me iba a fijar? No es que Juan fuera feo eh, para nada…el pobrecito que en paz descanse. Pero es que mi marido… Mira, cuando llegó aquel día, yo me di cuenta porque de repente la gente se calló. Al pasar él se hizo el silencio y la gente se volvía a mirarlo. De verdad, es difícil de creer, pero es la verdad. Yo aquella vez, en cuanto lo vi, sentí como un arrebato, como un rapto. Lo vi y me quedé prendada y de repente sentí que tenía que hablar con él, que ese hombre era la criatura más hermosa que había visto nunca. Supongo que lo pensé yo y todos los que estábamos allí, porque mi marido tiene ese efecto en la gente; hasta en los hombres, no te vayas a creer, a él lo mira todo el mundo, no sólo las mujeres. Supongo que estarás pensando que todo esto es una tontería, que lo que yo he hecho no puede ser sólo porque mi marido sea un hombre muy guapo. Pero ahí es donde tú te equivocas, tú no lo entiendes porque no lo has visto. Mi marido no es sólo un hombre guapo. Esto es lo más difícil de explicar porque las palabras no alcanzan, es que no se ha inventado palabra que pueda contener la belleza entera de mi marido. Cuando lo ves, no puedes apartar la vista, es como si de repente volvieras a ver los colores del mundo después de haber estado ciega. ―Ciega, ojalá, ojalá hubiera estado yo ciega―. Él tiene una belleza inexplicable, antinatural, como si una de esas esculturas del romanticismo o de esos personajes de los cuadros, esos que representan a héroes y dioses griegos, hubiera cobrado vida y caminara entre nosotros disfrazado de persona normal. Él despierta el deseo en todos, todos. Cuando la gente lo ve, todos quieren algo de él, es como si enloquecieran al verlo. Y después de haberlo visto, cuando se va de tu lado, es como si el mundo perdiera un poco de brillo, como si el resto de hombres, el resto de personas, fueran solo sombras a su lado. Él te deja con un vacío, con una especie de hambre que no se sacia con nada.

Todo esto ya lo noté yo la primera noche, no tan así, con tanta claridad como lo puedo explicar ahora después de tantos años viviendo juntos, pero, desde luego, sí que noté, que mi vida ya había cambiado para siempre después de ver a aquel hombre. Lo primero que yo vi fue, como te he dicho, la reacción de la gente, el silencio que se hizo y como si se hubiera parado el tiempo un momento. Y ya luego lo vi a él, ya te digo, igual que si el sol hubiera salido de detrás de las nubes. Y entonces yo me quedé prendada, lo mismo que todos, deseando que aquel hombre me mirara, aunque fuera solo un momento. Y me miró, me miró. Si yo pudiera explicarte lo que fue aquella mirada, lo que yo sentí. Para mí fue todo. Yo no sé si tú alguna vez has sentido que te faltaba algo, como si hubiera algo que necesitas, pero no sabes que es y tienes que salir ahí fuera a buscarlo, desorientada, perdida y sin saber lo que buscas. Pues en ese momento fue como si todo encajara, como si ya no me faltara nada y la búsqueda hubiera terminado para siempre, fue como si de repente estuviera completa. Aquella mirada duraría qué, ¿un segundo?, ¿dos? Nada, una nada, pero en ese momento fue la vida entera. Tengo ese instante, ese primer instante, grabado a fuego en mis retinas. Si cierro los ojos aún soy capaz de verme allí en ese momento, porque en realidad yo creo que me he pasado la vida entera tratando de que él volviera a mirarme de esa forma, de esa misma manera, como aquella vez primera. Con esas ganas, con ese deseo, con ese anhelo que yo le vi…pero eso no se ha repetido nunca más. Nunca. Ni siquiera esa misma noche, esa primera noche, fueron las demás miradas iguales. Ni siquiera cuando nos estábamos besando o cuando me hizo el amor entre dos coches en un callejón ―esto no te lo esperabas de mí, ¿eh? Ya te he dicho que yo me volví loca―. El caso es que él ya nunca me volvió a mirar igual, había algo que se había perdido.

Yo creo que a él lo que le gusta, lo que de verdad le gusta en la vida, es seducir. Por eso, una vez que me tuvo, a él se le fueron de la mirada las ganas de mí.

Me quedé embarazada esa misma noche, qué locura, ¿verdad? Si vieras cómo se puso mi padre cuando se enteró. Mi padre era militar. Militar de los de antes, más franquista que Franco. Imagínate cuando le dije que me había quedado embarazada, se puso como una fiera. Él no podía consentir que se hablara de su niña en Sevilla, así que me quiso mandar a Londres. Tú sabes a lo que se iba la gente a Londres, ¿no? Pero yo le dije que no. No, no y no. Yo de aquel hombre lo quería todo, ¿cómo no iba a querer un hijo suyo? De mi padre aguanté gritos, llantos y amenazas. Hasta que al final se cansó de gritar y entendió que yo no iba a cambiar de opinión. Al día siguiente, entre mis padres y los suyos, los de mi marido, acordaron que nos casaríamos como Dios manda, pero prontito, para que a mí no se me notara el embarazo y la gente no pudiera echar cuentas. El día de la boda yo, aún, ilusa, pensaba que íbamos a ser felices. Yo no sé si ese mismo día me puso los cuernos, no sé si me los había puesto ya antes, pero ese día fue la primera vez que yo tuve un ataque de celos. Fue allí mismo, en la boda. Es irónico que lo que ha pasado ahora también haya sido en una boda, pero es que la vida tiene estas cosas, estas ironías. Lo que pasó entonces, en nuestra boda, es que yo lo vi mirando a otra mujer, la hija de una prima de mi madre que habíamos invitado un poco por compromiso. Estábamos ya en la barra libre y yo estaba hablando con unas amigas. Me volví para buscarlo y entonces lo vi, hablando con su amigo Juan, el que te he dicho antes, sólo que más bien era su amigo Juan el que le hablaba a él. Él, por su parte, lo que hacía era mirar a la tía esa. Lo digo así porque aún hoy me duele. Allí estaba mi marido, que entonces ya sí era mi marido ―mío, mío―, mirando a otra con aquellos ojos, con esa mirada que te he dicho antes, esa que yo nunca he vuelto a encontrar, como si fuera un león agazapado esperando el momento para saltar sobre su presa. Y me volví loca. Loca.

Cuando terminó todo, con mi madre, mi hermana y mis amigas consolándome, aún con el vestido de novia puesto y una taza con una tila doble en las manos, recuerdo que mi madre ―que en paz descanse también― me dijo:

―Hay que ver Carmencita, hija, lo enamorada que estás de ese hombre.

¿Sabes qué le dije yo? Yo respiré hondo, me sequé las lágrimas, lo pensé un momento, y le dije:

―Yo estoy loca por él―. Y después esto mismo lo he repetido muchas veces. Muchas. Porque ha habido muchas, muchas otras mujeres. De algunas me he enterado y de otras no. Lo mismo ha habido también hasta hombres, pero de estos no me he enterado yo. Da igual, la vergüenza es la misma. Cada vez que mis amigas, cuando aún las tenía, o mi hermana han hablando conmigo, cada vez que han intentado que yo abriera los ojos ―ay los ojos, todo esto va de los ojos, ¿verdad?―, cada vez que han intentado, en definitiva, que yo dejara a mi marido, he repetido esa misma frase: “Estoy loca por él”. Y ellas lo han entendido siempre mal, siempre. Ellas han visto en esa frase la confirmación de mi amor por él, han pensado que yo decía que sí, que estoy muy enamorada de él. Pero no, yo digo la verdad, yo digo que estoy loca, porque esa es la verdad. De lo que yo siento por mi marido, no hay nada que se parezca al amor. Si lo hubo alguna vez, si es que aquello que yo sentí aquella noche en la feria cuando lo vi por vez primera, cuando debí de haberme sacado los ojos de las cuencas, si aquello lo fue, ahora ya no.

Yo me he pasado, como te digo, la vida buscando que él volviera a mirarme como esa primera vez, pero eso nunca más ha vuelto a suceder. Eso es, precisamente, lo que no soporto de cuando lo he visto con otra mujer, el encontrar que, a ella, a esa otra, le da lo que a mí me niega.

Mira, solo ha habido una vez, una, que he estado cerca de tener eso mismo otra vez. Fue la única vez que yo intenté dejarlo.  Fue justo antes de quedarme embarazada de mi hija, cuando mi hijo, mi Manuel, tenía cuatro años. Ahí lo había pillado yo con mi amiga Eugenia, la que te conté antes de cuando él y yo nos conocimos en la feria. Bueno, pillarlos, pillarlos no los pillé exactamente, pero los vi. Los vi y lo supe, sin ninguna duda. Ella había venido con su marido a cenar a casa, que en aquella época venían mucho. Y allí estábamos los cuatro, sentados a la mesa, y de eso que en un momento mi marido le sirve una copa de vino a ella. Y ahí, en un segundo, fugaz, les cogí la mirada. Esa mirada. Fue un segundo, ya te digo, pero en un segundo pueden pasar tantas cosas. Hay vidas enteras que cambian en un segundo. Yo les vi a los dos las ganas, sobre todo a él…y a ella esa cara que se nos pone a las mujeres cuando los hombres nos miran con ganas. Y me volví loca. Otra vez. Loca. Rompí platos, copas, grité, me tiré de los pelos. Y, por supuesto, a ella la eché de mi casa.

A los pocos días vino mi hermana Victoria a verme:

―Tú así no puedes seguir, Carmencita ―me dijo―. A ti este este hombre te va a costar la salud.

Parece que la estoy viendo, sentada en una mecedora antigua que teníamos en el salón de mi casa. Me quiso hablar también de Eugenia, pero yo le dije que ese nombre no se pronunciaría ni una vez más en mi casa. Eugenia era mi amiga desde la guardería, habíamos sido amigas toda la vida, era la madrina de mi hijo…Pues nunca más he vuelto a verla. Ella lo intentó, me escribió una carta una vez, pero yo la rompí en cuanto llegó. Lo que me hizo yo no lo puedo perdonar, el dolor que sentí, la vergüenza, la traición. Yo de aquello no me recuperé, ¿sabes?, ya a partir de ese momento no volví a confiar nunca más en ninguna de mis amigas. Me quedé sóla.

“Así no puedes seguir, Carmencita, te va a costar la salud”. Eso me dijo mi hermana Victoria. Cuánta razón tenía, me ha costado la salud y me lo ha costado todo ese hombre. Mi hermana Victoria es, era, tres años más mayor que yo, nada más, pero siempre ha sido como una madre para mí. Que dejara a mi marido ya me lo había dicho muchas veces, muchas, cada vez que se enteraba de que él había estado con otra, seguramente, o con otro, ya te digo. El caso es que esa vez, no sé cómo, yo hice caso.

―Sí―le dije. Sí, sólo eso. Sí. Y me levanté y me puse a hacer maletas. Empecé lentamente, como si estuviera andando en un sueño, pero poco a poco fui acelerando, hasta que llegó un momento en que casi corría por la casa, cogiendo ropa y enseres y guardando, tirándolo todo en las maletas. Corriendo como si estuviera en un trance, poseída por la necesidad, por la urgencia de escapar de mi marido. La única vez que tuve la mente clara, la mirada limpia de su maldición. Pero él llegó antes de que me diera tiempo de irme, maldita la hora. Estábamos al punto de salir, mi hermana Victoria, mi Manuel en brazos, tan chico, y yo, loca. Pero entró él.

―¿Qué pasa aquí?― Las maletas, el niño que empezó a llorar, la casa medio desmontada…no contestamos ninguna de las dos, no hacía falta. Él me miró, me miró, de nuevo, casi como aquella primera vez, suplicante, con un asomo de anhelo en los ojos. Un asomo nada más, pero un asomo que me encendió la chispa.

―Carmen, yo sin ti me muero. Tú eres la única…la única― No tuvo que decir más. Yo solté a mi hijo, se lo dejé a mi hermana, y me eché en brazos de mi marido. Casi hicimos el amor allí mismo, en el quicio de la puerta, con mi hermana, descompuesta, mirando. Esa vez me quedé embarazada de mi hija, mi Lucía, y es, como te he dicho, la única vez que le encontré a él una mirada que fuera, por poco, algo parecida a la primera vez.

Él ha sido un buen padre, eso no se lo puedo negar, mis hijos lo adoran. Yo creo que por eso también me sentido yo más sola, porque al final a mí no me ha entendido nadie.

Al poco de nacer la niña me dio una depresión postparto, o al menos así la llamaron los médicos. Yo creo que lo que me pasó es que ese hombre, al final, me costó la salud como me había dicho mi hermana. Yo no tuve depresión ni la he tenido nunca, yo lo que he tenido ha sido resentimiento y vergüenza. Y odio, odio de que ese hombre sea de todas menos mío, que a mí no me mire con ese deseo con el que mira a otras, que mire a otras hasta delante mía. Al principio de ser novios y luego, cuando nos casamos, yo salía con él a pasear, orgullosa, casi pavoneándome, creyendo que todos pensarían en la suerte que tenía de haber encontrado a un hombre así. Pero, desgraciada de mí, no tardé mucho en darme cuenta de que los elogios, las miradas, se las llevaba siempre él, cuando a mí, con suerte, me ignoraban si no me despreciaban. Al final dejé de salir y me fui aislando, sobre todo después de lo de mi amiga Eugenia, que entonces ya no me pude fiar de nadie nunca más, como te he dicho. Desde entonces he salido lo justo, a llevar a los niños al colegio, a hacer los cuatro mandados precisos, a las cosas de la familia, tú sabes, celebraciones y esas cosas, pero a esto siempre sufriendo. Yo creo que encerrarme ha sido, para mí, la forma que he encontrado de cerrar los ojos y evitarme la vergüenza. Pero, de todas maneras, la vergüenza, el resentimiento, el odio, han venido siempre conmigo desde hace ya muchos años.

No sé si ahora vas entendiendo un poco mejor lo que ha pasado. Tú sabes lo que ha pasado, ¿no? En Sevilla no se habla ahora de otra cosa, pero nadie me ha preguntado a mí qué ha pasado. Nadie ha querido saber mi parte.

Fue el otro día, en la boda de mi Manuel. Iba él tan guapo. Mi hijo se parece mucho a mi marido, pero es más bueno. De alguna forma es igual de guapo, pero la gente no se enloquece cuando lo ve. Estábamos allí en la boda, todos felices…hasta yo, aunque yo nunca estoy feliz del todo porque siempre estoy con los nervios pendiente de si mi marido va otra vez a hacer una de las suyas. Así estaba, de hecho, pendiente, intranquila. Los novios se habían levantado para acercarse a otra mesa a saludar y brindar con unos amigos. Mi marido había ido al baño, así que yo me quedé sola con los padres de la novia de mi Manuel. Su novia, su mujer ya, es buena niña, aunque su madre es un poco pesada y no paraba de intentar sacarme conversación. Como si a mí me interesara. A mí en ese momento lo único que me interesaba era no perder ojo de la puerta de acceso a los baños a ver si salía de una vez mi marido. Yo estaba ya nerviosa porque estaba tardando mucho, demasiado, y cuando por fin salió ya le noté algo raro. Le vi algo en la cara, como un gesto de complacencia, como de estar satisfecho, ese gesto que yo no sé describir, pero que yo sé lo que es. Nada más verlo me subió ya una angustia por todo el cuerpo; no sé explicártelo mejor, es una sensación de desconsuelo y de amargura. Y de vergüenza y de resentimiento y de odio como te he dicho antes. Seguí mirando un rato más, esperando, para ver quién salía detrás. Seguí mirando incluso cuando él ya había vuelto a sentarse a mi lado. Y entonces salió del baño también mi hermana Victoria. Es sólo contándolo y se me saltan las lágrimas…qué horror. Mi hermana Victoria, mi hermana, que ha sido como mi madre. Esto es lo último, lo último que ese hombre, que esa maldición me podía hacer. Ese hombre que es una enfermedad, como la herrumbre que corrompe la forja, como la carcoma que devora la madera. Yo a mi hermana la miré a la cara, a los ojos, y así incluso desde lejos le vi esa cosa en la mirada. Le vi el éxtasis que provoca mi marido. Y me volví loca. Otra vez más. Loca. Me levanté y fui andando en su dirección. A ella se le fue cambiando la cara en cuanto me vio. Al pasar por una de las mesas, no sé ni qué mesa fue, cogí un tenedor. Cogí lo primero que tuve a mano, si hubiera sido una cuchara también la habría cogido.

―Carmencita…―me dijo mi hermana. No le dio tiempo de más. Le clavé el tenedor en el cuello. Luego en la cara. Y otra vez y otra y otra. Cuarenta y dos puñaladas dicen que le di. ¿Si es un tenedor también se dicen puñaladas? No sé, a mí me sale decir tenedoradas. Es una tontería, pero no me la puedo quitar de la cabeza. Yo creo que es la forma que tiene mi mente de intentar que no me de cuenta de que he matado a mi hermana en la boda de mi hijo. Cuarenta y dos tenedoradas, todas en la cara menos la del cuello. Yo en realidad lo que quería era sacarle los ojos porque no podía aguantar que ella, precisamente ella de entre todas las mujeres, mirara a mi marido de la manera que lo miró al salir del baño.

Oh, la prisa

¿Tú sabes esa prisa, esa sensación de urgencia que se siente cuando vas a besar a alguien por primera vez? Ese cosquilleo que se siente el segundo antes de que pase nada, cuando sientes el impulso crecer dentro de ti, como una chispa justo en el instante antes de provocar un incendio. Cuando todo (el tiempo, el mundo), todo queda suspendido en ese instante de incertidumbre mientras contienes el aliento, con tu mirada trabada en los ojos, no, en los labios del otro, sin saber aún si cuando te lances te corresponderá el beso, si acogerá tu deseo o si lo sofocará con un giro de cabeza o un manido lo siento. Es como ese apremio que sientes aquí en el pecho…no sé, yo lo llamo así: prisa, urgencia…lo que sea, pero yo creo que nunca se está más viva que en ese momento. Yo tengo cuarenta y cinco años y sólo lo he sentido una vez. Sólo una vez. Ese instante lo he leído muchas veces, lo he visto en películas (a mí me encantan las comedias románticas), pero sentirlo así, en mi propio cuerpo, sólo una vez. Qué triste, ¿no?

Sí, yo creo que es triste porque esto dice mucho de mi vida. Para mí, el problema es que yo odio mi vida. Verás, yo, en teoría, tengo la vida perfecta. Me casé con mi novio del instituto, soy Odontóloga, tengo hijos, tenemos la casa, un piso en la playa…lo tenemos todo, todo. O al menos eso me dice la gente, mis amigas, mi madre…Sobre todo mi madre, que siempre me dice: “Olivia ―yo me llamo Olivia―, tu vida es perfecta, hija. Y será perfecta, pero yo no me siento feliz. También porque después de eso siempre me dice: “Tienes que tener cuidado, que tú siempre has sido muy rebelde y cualquier día te lo echas a perder todo. Con la suerte que tienes con ese marido tan bueno, cuídalo, eh, cuídalo y no lo enfades”. Yo, rebelde, yo que llevo toda la vida tratando de ser la niña buena que ella siempre ha querido. Pero ella nunca ha estado satisfecha, nunca. Ni siquiera ahora, que dice que tengo la vida perfecta, a ella no le basta. Total, que cuanto más me dice que mi vida es perfecta, más la odio yo. Yo creo que me llevé mucho tiempo negándomelo, pero ya es imposible negarlo más. Me di cuenta un día porque vi que no era capaz de mirarme en el espejo. Tenía esa sensación de desasosiego, como de angustia en el estómago, y supe que si me miraba al espejo me iba a echar a llorar. Supe que, si me veía a mí misma, si me miraba a los ojos, no iba a tener forma de esconderme esta desgracia que siento, esta mierda de vida que tengo. Así que no me miré, pero la angustia no se fue. Se quedó conmigo, como una sensación de naúsea continua que me acompaña en todo lo que hago. Al principio podía tratar de fingir que no era nada, que solo eran imaginaciones mías, pero ahora hay veces que siento que si me paro voy a vomitar. Así que no me paro, corro y corro siempre con prisa (esta otra prisa), siempre atareada, pero ya no puedo esconder nada, da igual que me mire al espejo o que no, ahora sé que este asco que siento es que odio mi vida. La odio en cuanto me levanto por la mañana, cuando me meto en la ducha y me lavo el pelo, cuando me froto con la esponja tratando de limpiar esta sensación tan terrible, como si a fuerza de frotar se me fuera a desprender de la piel, cuando en realidad es una cosa que yo noto por dentro y no en la piel. Odio mi vida cuando me maquillo, sin mirarme al espejo ―por supuesto― y después cuando le preparo el desayuno a los niños. Tengo dos hijos, creo que ya te lo he dicho, un niño y una niña, pre-adeolescentes. Los quiero mucho, pero cuando cojo el coche para llevarlos al colegio sigo odiando mi vida. A veces, de camino al colegio nos pilla un poco de atasco y, cuando los otros coches empiezan a tocar el claxon o los niños discuten, siento que me asfixio y pienso que voy a explotar. A explotar, sí. Ahí me aguanto las ganas de llorar, o peor, las ganas de gritar. De gritarle a los niños, de decirles que se callen y que se vayan a la mierda. De gritarle al mundo, porque, a veces, me dan ganas de sacar la cabeza por la ventana y empezar a gritar. Pero nunca lo hago porque me da miedo que si empiezo a gritar puede que no pare nunca hasta que se me rompa la voz o hasta que me explote la cabeza o el corazón. Hasta que explote yo.

Y luego, cuando llego al trabajo también odio mi vida, aunque ahí un poco menos, sobre todo ahora. En parte porque me parece que el trabajo es de lo poco que tengo que es verdaderamente mío…bueno, más o menos. Y ahora también por David. Ah sí, está claro que tenía que haber un hombre, bueno, un chico, es que no sé ni cómo llamarlo. Pero es él quién me ha hecho sentir la prisa. Oh, la prisa. La prisa es lo único bueno que tengo en mi vida últimamente. Me refiero a la que te contaba al principio, no a esa otra prisa que me hace correr y correr sin parar. A esa vuelvo cuando termina el trabajo y recojo a los niños y vamos todos juntos al supermercado a comprar. Ahí, en ese momento, empujando el carro mientras cojo los yogures que le gustan a mi marido, con los niños detrás protestando, ahí empiezo a sentir que todo es insoportable y que la angustia tan grande que tengo en el estómago me va a desbordar. Ahí me empiezan las náuseas otra vez, como si el odio y el asco que siento fueran tan grandes que no me cupieran en el cuerpo y tuvieran que salir de alguna manera, aunque fuera vomitando. Pero me aguanto, cojo las cuatro cosas que tengamos que comprar ―y los yogures― y volvemos a casa. Los niños se ponen a hacer los deberes y a ver la tele, mientras yo preparo lo que sea para cenar; perfecta madre trabajadora y ama de casa esperando a que su marido llegue después de un largo día de trabajo.  Entonces, ahí, justo en ese momento, es cuando más odio mi vida. Supongo que es porque ya es tarde, porque pienso que ya se ha pasado otro día en el que no he hecho nada más que seguir viviendo esta vida de mierda que detesto. Otro día más en que no me he mirado al espejo, en que no he gritado, no he llorado, no he vomitado. Otro día más corriendo para no pararme a pensar que odio mi vida. Y luego llega mi marido, que me da un beso y me da un toquecito en el culo. Todos los días igual, todos. No sé si me molesta más el beso sin sentimiento, el beso de trámite ―que acompaña de un murmullo en el que creo entender que dice te quiero― o el toquecito. Pero no, me molesta más el toquecito en el culo. Es un toque mecánico, inerte, como si fuéramos dos colegas que acabaran de marcar un gol jugando la pachanga de fútbol el domingo y se tocan el culo para darse ánimos. ¿Tiene sentido esto? No sé, en mi cabeza a mí me parece un poco así. El otro día, justo después de que lo hiciera, no aguanté más y vomité. Me dio el toquecito y la naúsea me invadió de repente, me desbordó, como un alud subiendo por mi garganta y vomité en el fregadero. Olivia, ¿qué te pasa? ―me preguntó él― Nada, nada, me habrá sentado mal algo ―algo― de la comida o lo que sea ―le dije. A ver si vas a estar embarazada ―me dijo el muy idiota. Embarazada.

Te preguntarás que cómo llega alguien a esta situación. Yo últimamente también me lo pregunto. Yo creo que tiene mucho que ver con lo que te decía antes, con lo de mi madre. Mi madre…mi madre es una persona muy difícil. En mi casa mi padre no estaba casi nunca, siempre estaba trabajando y viajando y haciendo cosas, así que, como yo soy hija única, pues siempre estábamos las dos solas. Y, para mí, ella siempre ha sido como una sombra, como una sombra opacando mis días. Mi madre no se ríe nunca, ¿sabes? Nunca, o al menos yo no la he visto. Como mucho hace así un medio gesto para abajo con la boca, que no sabes muy bien si se encuentra mal o algo. Tuerce la boca, eso es. Una sombra opacando mis días. Qué poético, ¿no? Pero es la verdad. A mí siempre me ha parecido que nada de lo que yo hiciera, nada que pudiera hacer era suficiente para ella. Y a ella por su lado parecía que todo lo que a mí me gustaba le parecía demasiado. Ni siquiera deja que mis amigas me llamen Oli, dice que yo me llamo Olivia. Algunas veces pienso que a lo mejor lo que le ha pasado es que ella tampoco estaba contenta con su vida y por eso ha tratado de que yo fuera perfecta. Pero da igual lo que haga que nunca está contenta, siempre falta algo. La única vez que me he enfrentado a ella fue con la carrera. Bueno, enfrentarme más o menos. Verás, ella quería que yo fuera enfermera, que era lo que ella hubiera querido ser, lo que pasa que su padre no la dejó estudiar― “y a los padres hay que obedecerlos Olivia, que eres muy rebelde”. Pues eso, que quería que yo fuera enfermera y a mí no me atraía nada la Enfermería. Yo quería ser Odontóloga, pero cada vez que intentaba sacar el tema ella me decía que ya estaba decidido y que no había nada más que hablar. Un día se lo comenté a Juan (así se llama mi marido, que entonces era sólo mi novio) y él sacó el tema un domingo después de comer. Le dijo a mi madre que quería hablar con ella sobre mis estudios. Mi padre se fue al despacho y se puso a trabajar y mi madre me dijo que preparara café. Les serví una taza a cada uno y entonces mi madre me dijo que esperara fuera. Y allí estuvieron los dos, encerrados en el salón-comedor, hablando durante media hora, decidiendo mi futuro. Al final Juan me dijo que le había explicado a mi madre que si me hacía Odontóloga íbamos a ganar mucho más dinero que si me hacía Enfermera. Y aquel argumento fue el que convenció a mi madre, que desde entonces pasó a decir que ella siempre había querido que yo fuera Odontóloga y que Juan era un hombre muy listo y muy bueno. Así que hasta eso, hasta mi profesión, que yo siento que es mía, en realidad la tengo un poco de prestado. La tengo porque así lo decidieron entre mi madre y mi marido. Es verdad que Juan es listo y me parece que también es bueno, pero yo no lo quiero. Es la primera vez que lo digo, pero es la verdad. Yo creo que nunca lo he querido y mira que me he esforzado. Me he esforzado como con todo en la vida, como con todo lo que quería mi madre. No sé si me he esforzado más en quererlo o en tratar de no darme cuenta de que de verdad no lo quería. Pero el caso es que, como te he dicho antes, ya no puedo fingir más.

Creo que me he desviado un poco del tema, perdona, es que en estas cosas de la vida me parece que se mezcla todo un poco. La cosa es que yo te estaba hablando de la prisa. Y bueno, supongo que tendré que hablar de David. David es un hombre…está bien, es un chico. Es un chico que ha entrado en la clínica a hacer prácticas. Nosotros siempre cogemos algunos alumnos de prácticas del ciclo de Higiene bucodental. Vienen de un instituto que hay cerca y, casi siempre nos mandan chicas, pero esta vez ha venido un chico. Tiene veintiún años, me da hasta vergüenza decirlo. El caso es que yo ya la primera vez que lo vi sentí como un vuelco en el corazón. Llegué a la clínica (la clínica es mía) acelerada como siempre y ya nada más entrar la administrativa empezó a contarme los pacientes que tenía citados ese día. Pues de repente oigo una risa, una risa de hombre. Era una risa franca, divertida, jovial… y a esto que llegó él acompañado de la higienista que trabaja conmigo. Te vas a reír, pero yo en ese momento, al mirarlo, sentí como un suspiro. Como un suspiro por dentro, como quedarte un momento sin aliento, pero bien. Lo vi, así como es él, alto, atlético, con el pelo que se le acaracola en unos rizos castaños, los ojos vivos y la piel…a mí me parece que su piel es dorada. Y su sonrisa es una mezcla de blancura y de juventud, porque todo en él emana juventud. Es una sensación contagiosa, como si al mirarlo todos pudiéramos volver a tener veinte, bueno, veintiún años. Yo al momento de verlo me puse un poco colorada y creo que las niñas me lo notaron. Me quedé mirándolo un segundo y entonces respiré muy profundamente, como si quisiera aspirar todo el aire que había en la habitación para ver si así podía captar su perfume. No sólo el olor de su colonia o su desodorante, sino su aroma, el olor de su piel y su propia esencia y toda la juventud que él desprende.

Al final bajé la cabeza, entre avergonzada y sorprendida, y María ―la higienista― nos presentó. Ese día en el gabinete lo pasé mal. Él se puso conmigo, ayudándome, y fue una suerte que no tuviera ningún caso difícil esa mañana, porque yo estuve todo el tiempo nerviosa. Estuve mucho más callada que de costumbre, mientras él hablaba con todos los pacientes. Les preguntó por su vida y les contó la suya. Les contó que quiere irse a Australia, a vivir allí unos años… a disfrutar de la vida, les dijo. Disfrutar de la vida. ¿Te imaginas cómo me sentí cuando lo escuché decir aquello? Ahí en ese momento fue cuando empecé a sentir la prisa cada vez que él está cerca. Porque, está bien, es evidente que a mí el me gusta, me gusta más que ningún otro hombre ―o chico o lo que sea― en toda mi vida. Pero, ¿sabes qué es lo que más me gusta? A mí me gusta que él es joven. No de forma sexual ni nada… o sea, que sí me gusta sexualmente, pero lo de que es joven no es eso. Es muy difícil de explicar, pero me gusta que él tiene esa libertad que yo nunca he tenido. Cuando yo lo miro lo que veo es la promesa de la juventud. Veo la vida como era antes, como era cuando tenía veinte años. O como debiera haber sido si la sombra de mi madre no hubiera estado siempre eclipsando, opacando mis días. Yo una vez tuve sueños, ¿sabes? Yo quería pintar, ser artista. Hubo un tiempo que quise apuntarme a un curso de dibujo, pero luego mi madre dijo que la profesora era una marimacho y que pintar era una tontería. Así que al final lo dejé. Ahora, a mis cuarenta y cinco años, con esta vida que odio y estas náuseas que siento y esta pena, cuando veo a David pienso en cómo habría sido mi vida si hubiera hecho el curso de dibujo. O en cómo sería si no me hubiera casado con Juan. Y, en definitiva, en cómo habría sido si hubiera dejado de intentar contentar a mi madre y me hubiera atrevido a irme a Australia o a disfrutar de la vida, como dice él. Sí, a mí el me gusta y cuando estoy cerca de él sólo pienso en cómo será besarlo y estar con él, pero sobre todo lo que quisiera es poder beberme hasta el último sorbo de su juventud. Como si fuera posible que una persona pudiera darte su esencia de alguna forma y así pudiera ayudarte a borrar veinte años de malas decisiones. Veinte no, veinticuatro.

Pues así llegamos a lo que pasó el otro día. Él ya lleva un mes allí con nosotras…da igual. Estábamos en la clínica y ya era tarde. Yo estaba terminando con una paciente y María, la higienista que te he dicho antes, se acercó y, desde la puerta del gabinete, me dijo que ese día tenía que salir un poco antes por no sé qué historia de su madre. Yo le contesté que sin problemas, pero luego me acordé de que justo ese día habíamos dejado un hueco para que ella me hiciera una limpieza a mí.

―Sí, lo he visto en la agenda ―me dijo―, pero es que de verdad que me tengo que ir un poco antes porque si no, no llego a tiempo. ¿No te importa si te la hace David?

Yo me quedé callada un momento, sin saber muy bien qué decir, pensando en poner alguna excusa para evitar el encuentro, pero no se me ocurrió nada. Entonces él asomó la cabeza por la puerta, al lado de María, y me dijo:

―Oli, ¿es que no te fías de mí? ―Oli―. Yo me quedé mirándolo, con cara de tonta, un segundo, sólo un segundo más de la cuenta. Pero qué segundo. Un segundo con el corazón latiéndome a toda prisa, bombeando la sangre que arreboló mis mejillas, el vello de los brazos erizado y un estremecimiento recorriendo mi espalda. Y la sensación de urgencia en el pecho.

―Sí, claro, en cuanto termine voy para allá. Ve preparando el gabinete 2― le dije, tratando de no tartamudear mientras él sonreía con sus dientes blancos y todo su cuerpo de veinteañero.

No te voy a aburrir con los detalles de la limpieza, no hace falta. Sólo te voy a decir que al final nos quedamos solos porque, cuando se fue la última paciente, la administrativa me preguntó si necesitaba algo más y yo le dije que no, que podía irse. Yo me sentí un poco rara, porque me ponía nerviosa sentirlo tan cerca, pero al mismo tiempo es una situación incómoda estar tumbada en el silón, con la boca abierta, con el aspirador colgando de un lado, mientras él te mira los dientes y te va quitando el sarro. Lo hizo bien, la verdad, yo creo que se le da bien el trabajo. Le dije eso mismo cuando me levanté. El caso es que al ponerme de pie él no se movió del sitio y entonces nos quedamos de repente muy cerca el uno del otro. Muy cerca. Él se quedó callado, mirándome, y se quitó la mascarilla, tan guapo, con la piel dorada. Y entonces yo sentí la prisa y el apremio. Lo que te decía al principio, como una chispa justo un momento antes de provocar un incendio, como un impulso creciendo. El corazón se me aceleró y sentí como un tremor recorriendo mi cuerpo. Los dos mirándonos, con los ojos buscando los ojos, no, la boca del otro. Él levantó una mano y me cogió el brazo, con delicadeza, casi con timidez. Sonrió un momento. Yo respiré hondo, tratando de nuevo de aspirar todo el aire de la habitación por si así podía beberme su olor, su esencia, su juventud…

David, me tengo que ir ―le dije. Él me soltó el brazo y se apartó, un poco sorprendido. Se dio media vuelta y se fue, turbado, sin decir nada. Yo solté despacio todo el aire que había juntado en mis pulmones y me sentí vacía. Me volvió la náusea.

Luego, en el coche, me miré un momento en el espejo retrovisor y me acordé de mi madre llamándome rebelde. Esta vez sí me miré. Eres patética― me dije. Y me eché a llorar.

Átomos

La muerte es una putada. Siempre. Unas veces lo es para el muerto y otras lo es para el vivo, para el que se queda, pero es siempre una putada. Bueno, una tragedia. Perdóname las palabras pero, ya que voy a contar esto, lo quiero contar como me salga, sin medirme ni ser bien hablada. Sólo quiero decir lo que pienso, lo que siento, y lo que siento es que la muerte es una putada. Una putada y una desgracia.

Mis recuerdos de aquel día son confusos. Cuando lo pienso, lo primero que se me viene a la cabeza es el polvo, el polvo formando una espesa nube que me molestaba en los ojos; y los escombros y el desorden en todas partes. Es raro porque, aunque el día empezó como un día normal ―bueno, normal no, empezó como un día feliz―, yo lo recuerdo como si todo hubiera estado cubierto de polvo desde el primer momento. Te digo que empezó como un día feliz porque era el cumpleaños de mi hijo. Veinte años…veinte. Se es tan joven con veinte años. Yo ahora tengo cincuenta y dos y me parece que hace una eternidad que tuve veinte. Algunas veces, cuando veo fotos antiguas, me resulta difícil reconocerme, como si esa, la de las fotos, esa niña joven, la de los veinte años, no fuera yo. Y es que en realidad no soy yo. Yo tengo dos vidas, ¿sabes? Tuve la vida normal, la de todo el mundo. Tuve veinte años, claro que sí, luego me casé, trabajaba, tuve un hijo, me divorcié…y luego pasó lo que pasó aquel día y ahora tengo esto. Esto que es otra vida que es más bien muerte en vida. Mi vida de antes se fue en medio de aquella nube de polvo y escombros, en medio de aquel estruendo ensordecedor que aún me parece que me siguen zumbando los oídos. Te habrás perdido…lo siento. Es que hablar de esto es tan difícil que lo acabo mezclando todo.

Te decía que aquel día era el cumpleaños de mi hijo. Yo tenía bastante suerte porque, desde que nos divorciamos su padre y yo, los cumpleaños siempre me tocaban a mí. Por convenio nos hubiera tocado un año a cada uno, pero el niño prefería pasarlos conmigo y su padre aceptó. De las pocas cosas buenas que ha hecho el muy gilipollas del padre en su vida, pero esa es otra historia. Yo me había levantado temprano porque desde hacía unos años ese día nos lo tomábamos para los dos, daba igual que fuera fin de semana o que fuera lunes, daba igual. Yo me cogía el día libre en el trabajo y él no iba a clase. Entonces teníamos todo el día para darnos caprichos y desayunábamos tarta. Empezábamos el día así, era algo nuestro. Como yo soy tan mala cocinando, pues siempre teníamos dos tartas, una que hacía yo y otra buena que compraba en una pastelería. Yo hacía una de esas de galletas con chocolate, la típica, que por más que la hiciera me salía siempre hecha un churro y nos reíamos mucho. Ahí le ponía las velas, y él le hacía fotos y las ponía en sus redes sociales para que sus amigos se rieran de mí. Y luego ya nos comíamos la buena, que ese año era de zanahoria. Yo en esos momentos me sentía feliz de una manera que creo que solo las madres podemos entender. Me sentía felizcompleta, con una felicidad desbordante que me llenaba todo el cuerpo. Todo lo contrario que ahora, que cuando lo pienso me ahogo; me da una angustia en el pecho, como un vacío muy grande, como una muerte en mi cuerpo. Sí, una muerte. A veces me siento tan vacía que siento como si en realidad estuviera muerta por dentro y mi cuerpo fuera una vaina, una cáscara que alberga esta vida-muerte, hasta que un día esa vaina se caiga ya putrefacta y se descubra que dentro sólo había la nada.  

Pues aquel día fuimos al cine. Vimos una de estas de super héroes, que a mí no me gustan, pero esas son las cosas que hacemos las madres. Ahora las veo todas, por él. No me voy al cine, no, las veo en casa, porque ya no aguanto estar con la gente. No es que me de miedo que vuelva a pasar lo mismo que aquel día, lo que pasa es que no soporto estar rodeada de gente; verlos reírse, abrazarse, besarse, comer juntos, compartir momentos…No soporto ver a la gente feliz. Odio que ellos puedan ser felices y que yo solo tenga tragedia. Y, sobre todo, sobre todo, odio que ellos estén y que mi hijo no esté. Porque mi hijo no está. Supongo que ya te lo habrás imaginado. A lo mejor es egoísta, pero yo pienso que ojalá le hubiera pasado a otro y no a mi hijo. Sí, a lo mejor es egoísta, pero es humano, ¿verdad?

Por ejemplo, mi vecina de abajo tiene un hijo que es un cabrón. Ya te he dicho que me tendrías que perdonar las palabras, pero es que, además, en este caso es que es verdad, no se merece otra palabra. Tendrá ahora veinticinco años, pero es un cabrón desde hace ya muchos. Ya desde que era chico es de los que le hacían bullying a otros niños en el colegio. El caso es que mi ventana de la cocina da al patio interior del bloque y, cuando tengo la casa en silencio, casi todas las tardes, los oigo discutir. Lo oigo a él gritándoles y diciéndole cosas terribles a sus padres. Ayer mismo: “ojalá te mueras”, les dijo. Ojalá te mueras. Ojalá te mueras tú, cabrón, pienso yo. Yo no sé si ese niño tiene algún problema o algo, ni lo quiero saber. Yo lo único que sé es que él está vivo y mi hijo…mi hijo…mi hijo eso.

Bueno, ¿por dónde iba? Ah sí, el cine. Vimos la película de super héroes, que ahora no recuerdo cuál era ―pero da igual―, y después nos fuimos a comer. Ese día, por ser su cumpleaños, lo elegía todo él, así que eligió, como cualquier otro chico de su edad, hamburguesas ―por supuesto―. A mí tampoco es que me hagan mucha gracia, pero lo que te he dicho antes, las cosas que hacemos las madres.

Hubo un momento, justo un ratito antes de que todo pasara, que estábamos los dos sentados, allí mismo, dentro del centro comercial, comiéndonos la hamburguesa y las patatas. Los centros comerciales no es que sean especialmente bonitos, pero este, en concreto, no está mal. No estaba mal, quiero decir, no sé cómo estará ahora desde que lo arreglaron después de lo que pasó. Yo no he vuelto a ir. Me invitaron al homenaje y la reinauguración y todo eso, pero no fui. Cómo iba a ir…y ¿para qué? No, no fui, ni pienso ir.

Como te decía no sé si ahora sigue siendo así, pero entonces la zona de los restaurantes era como un atrio con el techo con cristales, ya te digo que era más o menos bonito. Ese día el sol se colaba por esos cristales y le daba a mi hijo en la cara, pero no mal, no era molesto, sino que le iluminaba la cara. Ese es el último recuerdo bello que tengo de él, antes de que todo pasara. Antes del estruendo, del polvo y los escombros, antes de eso tengo la imagen de verlo con el sol acariciándole la cara, con su sonrisa perfecta de veinte años, con los ojos achinados como se le ponían cuando se reía, lleno de vida. Es una pena porque, como te digo, la nube de polvo me mancha todas las imágenes de ese día, como si hasta ahí, hasta en ese último momento de felicidad, todo hubiera tenido una pátina de angustia, de amargura, aunque en ese instante nada de eso había llegado aún. Ahí todavía vivíamos felices, ignorantes de la tragedia que estaba por suceder.

Cuando terminamos, nos levantamos y nos íbamos a ir, pero mi hijo me dijo que iba al baño. Así que se volvió para entrar en el restaurante y yo caminé un poco, unos pasos nada más, y me acerqué a la fuente que había en el centro del atrio este que te digo. Maldita la hora en que fue al baño. Solo unos pasos hubieran marcado la diferencia, unos pasos, veinte como mucho. Ojalá hubiera ido a los baños del centro comercial en lugar de ir a los del restaurante. “Voy aquí mismo que está más cerca”, me dijo. Maldita la hora. Me doy cuenta de que estoy alargando el momento de contarlo, pero es que muy doloroso. Bueno, allá va. Cuando salió del baño, venía pasando entre las mesas del restaurante, de camino a donde yo estaba, y entonces vio una mochila, allí sola, olvidada. Se paró un momento al verla, extrañado, supongo que pensaría que alguien se la había dejado y entonces miró a los lados como buscando al dueño. Y entonces…entonces…boom. Entonces llegó el estruendo, el ruido ensordecedor, el polvo, la espesa nube de polvo que me escocía en los ojos, los escombros por todas partes. ¿De dónde salieron tantos escombros? Yo estaba tirada en el suelo, aturdida. En ese momento ni siquiera notas bien el dolor. Yo era consciente de que me dolía la cabeza y de que tenía sangre resbalándome por el brazo, pero todo eso daba igual, no lo notas apenas. Mi hijo, lo único que importaba era mi hijo. Levanté la mirada y justo allí, donde estaba él, justo allí, de repente no había nada, sólo polvo y escombros. El cuerpo de mi hijo había explotado. Todo su cuerpo destrozado, estallado y convertido en minúsculas partículas. La bomba estaba en la mochila y él era el que estaba más cerca.

Es curioso cómo funciona la mente en esos momentos porque, de todas las cosas que podía pensar, además del horror que sentí, lo que yo pensé era que, si alargaba la mano, a lo mejor aún podría juntar sus átomos. Qué tontería, ¿verdad? Se me ocurrió que, si me daba prisa, antes de que pasara más tiempo y todo él se hubiera dispersado, a lo mejor podía juntar sus átomos y volver a reconstruir su cuerpo, su precioso cuerpo de niño de veinte años. Yo soy Bióloga, ¿te lo he dicho? Supongo que por eso lo de los átomos. El caso es que allí me ves, tirada en el suelo, cubierta de polvo, de sangre, y arrastrándome por el suelo para tratar de llegar hasta donde había estado mi hijo e intentar juntar con mis manos sus átomos. Claro que no eran átomos lo único que había de él, también vi una pierna. La reconocí por las zapatillas que llevaba ese día. El pantalón vaquero se había roto y medio quemado, pero la zapatilla, aunque estaba sucia, seguía más o menos intacta ―punto para Nike―. En ese momento, para mí, recuperar esa pierna era lo que más me importaba. A pesar de los gritos, la confusión, el ruido de ambulancias…yo solo quería recuperar la pierna de mi hijo. Al final es lo único que me quedó de él. Y a esto que un tipo me agarró y me quiso levantar. Ahora no sé si era un hombre una mujer, pero me levantó a pesar de que yo manoteé, pataleé y grité para que me soltara. “Tranquila”, me decía, “tranquila”. Yo arrastrándome, yo tratando de coger la pierna y los átomos de mi hijo y el tipo ―era un hombre― haciéndose el héroe. Al final la pierna fue lo que enterré. Su padre quería que lo incineráramos, ¿te lo puedes creer? Como si no hubiera ardido ya suficiente de él. No, la pierna la enterramos. Así al menos tengo un sitio a donde ir para llorarlo. Pero da igual cuánto llore, la pena, la muerte que tengo a mí no se me quita.

Yo creo que lo peor de la muerte es que es irreversible. Yo lo entiendo, de verdad que lo entiendo, ya te he dicho que soy Bióloga. Entiendo que la muerte es necesaria y que es parte del ciclo y todo eso. Pero cuando te pasa a ti, cuando el que se muere es tú hijo, la muerte es una putada y entonces tú sólo quieres poder juntar sus átomos. Yo sé que hay otras madres que han perdido a sus hijos que dicen que se cambiarían por ellos…y sí, es verdad, yo daría lo que fuera, hasta mi propia vida, porque él siguiera vivo, lo que fuera. Pero que no, que yo no quiero cambiarme por él, que yo lo que quiero, lo que de verdad quiero es que todo vuelva a ser como antes. Que todo vuelva a ser como ese día, pero antes de que todo explotara. Como ese momento que te he dicho, con el sol iluminándole la cara, antes de que mi vida cambiara para siempre, antes de que todos sus átomos se dispersaran por el aire, antes de que la esencia, la vida de mi hijo, se quedara hecha cenizas, polvo, escombros y una pierna. Ay, si yo pudiera juntar sus átomos.

La Otra

Yo he sido la otra. No, esa otra no. La otra que yo he sido no es una de esas que andan con hombres casados mientras las esposas recogen las migajas, lavan la ropa y llevan a los niños al colegio. Todo lo contrario. La otra que yo he sido, la que fui, es la olvidada, la expoliada. A mí me robaron mi vida y no me dejaron ni siquiera el derecho a ser la protagonista de mi historia. De mi historia, de mi historia, sólo fui el objeto de las burlas. Quizá ya sepas de lo que estoy hablando, seguramente lo habrás leído, se publicó en todas partes. Es curioso porque una pensaría que, desde que sucedió, nadie me preguntaría por otra cosa, pero no, la gente solo me mira y murmura. Me saludan y me sonríen, me preguntan que qué tal…me tratan con ese afecto fingido que se le dispensa a los que les ha ocurrido una tragedia que para los demás tiene un punto cómico, pero, al final, nadie me pregunta por mi parte de la historia. En ese momento, cuando pasó, sí me preguntaron, pero yo no quise hablar, no pude. ¿Cómo iba a poder? Cuando la prensa me llamaba o me abordaban por la calle, en realidad no querían escucharme, sólo querían reírse de mí y que no les estropeara el titular. Y en casa, con mi madre y mi hermana o con mis hijos, en aquel entonces, yo sólo podía llorar. De todas formas, mi familia nunca preguntó nada. No hacía falta, ya lo habían visto todo por la tele. Y ahora me encuentro con que ya nadie quiere saber de mí. Los pocos que me dicen algo solo me repiten que siga adelante. Como si yo me hubiera quedado parada. No, yo me levanto todos los días, voy a trabajar, al súper, a las reuniones de la AMPA. Hago todo eso y finjo que no escucho los murmullos, pero, en el fondo, yo siento que me lo han quitado todo, hasta el derecho a que la otra fuera la otra y no yo. Ni siquiera eso, ni eso, me ha correspondido.

El viaje a Nueva York me lo había regalado Paco por el aniversario de bodas. Se me hace raro ahora decir su nombre porque yo trato de no hablar de él ni verlo ni nada, pero si voy a contar lo que pasó, lo que me pasó a mí, qué más da entonces decir su nombre. Como decía, el viaje a Nueva York me lo había regalado por el aniversario. En realidad, lo habíamos pagado los dos, pero era una ilusión que yo tenía de mucho tiempo atrás. Nosotros estábamos bien, éramos como cualquier otra pareja que lleva unos años de matrimonio y tiene dos hijos pequeños, a pesar de que luego, él, cuando contó la historia a la prensa, dijo que bueno, que había algo de monotonía. Y todo el mundo entendió que la monotonía era yo. Qué injusto, de verdad qué injusto. Lo más irónico de todo es que él no quería ir al MOMA. ¡Si a él no le gustan los museos! Al menos entonces no le gustaban, ahora ya no sé ni qué le gustará porque, la realidad es que cuando te separas, de repente es como si ya no conocieras a la otra persona. O quizá es que empiezas a conocerla de verdad. Yo creo que esa es una de las lecciones más crueles que te puede enseñar la vida. Cuando te divorcias, al final, toda la intimidad y todo el amor que había, eso ya no vale nada. Todas las promesas y las palabras cariñosas se consumen hasta no ser más que cenizas, basura. Y tu marido se convierte en un extraño, peor que un extraño, mientras tú te preguntas cómo es posible que antes os quisierais.

Aquel día, en Nueva York, como a él no le gustan o no le gustaban los museos, estuvo toda la mañana lenteando, ya sabes, retrasando todo innecesariamente, tratando de conseguir que a mí se me quitaran las ganas de ir al MOMA. Pero yo aguanté y al final fuimos. Ahora, algunas veces, me pregunto qué habría sido de nosotros si no hubiéramos ido. Qué habría pasado si en lugar de ir al museo hubiéramos ido al estadio de los Knicks como él quería. La mayoría de la gente no se da cuenta de cómo un solo momento, una decisión tan nimia, puede cambiar el rumbo de una vida.

En el MOMA él estuvo fundamentalmente aburrido. Iba por las salas deambulando perdido, sentándose a cada rato mientras yo me paraba a contemplar algunas obras.

―Cristina, ¿tú de verdad entiendes esto? ―me preguntaba a cada rato.

Yo le contesté que sí, que más o menos, pero la realidad es que el arte moderno es muy difícil de entender. Llevaríamos ya una hora y pico y ya hasta yo empezaba a estar algo aburrida, pero justo en ese momento vimos que mucha gente comenzaba a entrar en una sala de las de exposiciones temporales. Al parecer, había una artista serbia que estaba haciendo una performance.

― ¿Vamos? ―le pregunté.

Él torció el gesto, pero me siguió cuando eché a andar. Todavía hoy me tiemblan las manos al recordar ese momento, ese segundo exacto en el que se bifurcaron los caminos. A un lado, salir del museo y volver a mi vida de siempre junto a mi marido. En la dirección opuesta, en esa sala de exposiciones, el camino que me condujo a ser la otra. Entramos en la sala y allí estaba ella, la artista. El cabello negro, largo y furioso, la tez pálida, los ojos oscuros, el cuerpo delgado, pero firme; con aquel vestido largo y blanco que se le ceñía al cuerpo ―como una novia―, descalza. Era una presencia fascinante ―lo admito―, allí sentada, con todas las miradas prendidas en ella.

La performance era una tontería, ¿acaso no lo son la mayoría de las performances? Ella estaba sentada en una silla, con las manos en las rodillas, y justo en frente había otra silla vacía. Cada cierto tiempo alguien del público se acercaba y ocupaba el asiento vacío. Entonces un reloj se ponía en marcha y durante un máximo de diez minutos se miraban a los ojos, sólo eso, mirarse a los ojos.

―Buah, menuda tontería ―me dijo Paco. Y se fue a sentar.

 Yo al principio pensé que era una broma, pero no, se sentó de verdad. Los primeros minutos me sentí un poco abochornada, viendo a Paco allí sentado mirando a aquella mujer, mirándose con aquella mujer. Pero luego, no sé en qué momento, yo noté que algo iba mal. Lo noté. De repente, en la mirada de él, algo había cambiado. Lo vi en sus ojos. Vi una chispa, un fulgor que fue creciendo hasta que le llenó toda la mirada que, casi sin parpadear, no se apartó ni un segundo de los ojos de ella. Diez minutos.

Cuando pasó el tiempo, ella, la artista, se levantó y agarró a Paco de la mano. Se besaron allí mismo, delante de todos, delante de mí. La gente empezó a aplaudir y a reírse, comentando con júbilo lo que acababa de pasar. Y ellos dos salieron de la sala caminando tranquilamente de la mano. Yo me quedé quieta, muy quieta, sin entender nada y pensando que si no me movía a lo mejor nadie se fijaría en mí. Lo peor de todo es que en ese momento se me ocurrió pensar que a dónde iba a ir esa mujer descalza. Qué tontería. Paco se acaba de ir con una artista serbia descalza… ¿Y qué idioma se habla en serbia? ―pensé también. Después él le diría a la prensa que, al mirarla, había encontrado en sus ojos un amor más profundo que el océano. Cuando lo pienso me dan ganas de gritar. Yo me quedé allí parada, quieta, mientras la gente iba abandonando la sala, muy quieta, mirando a la nada, perpleja, sin entender cómo era posible que hubiera sucedido lo que acababa de pasar. Por mi cabeza pasaron mil ideas, se me ocurrió que tal vez era una broma. Pero no, yo sabía que no. Lo había visto con mis propios ojos. Lo peor de todo, para mí, es que él ni siquiera se paró a mirarme. Salió con ella, caminando, los dos cogidos de la mano. Ella, con su presencia enigmática, ocupando el lugar que diez minutos antes me había correspondido a mí, tras haber dejado mi vida arrasada.  

Cuando pude salir, lo llamé, echa un mar de lágrimas. Me cogió el teléfono. Yo no dije nada, él lo dijo todo. Cristina, lo siento, ojalá pudieras entenderlo. Colgué. Yo no podía entender nada, aunque lo había visto. Luego salió en los periódicos, en youtube, en la tele, en todas partes. Había vídeos grabados por el público. Y a la prensa le encantó la historia: “Artista serbia se enamora de un señor de Ribadeo en plena performance”. Ahí está, ahí lo tienes, el titular ya dejaba claro quién era la protagonista de la historia. Yo era, por tanto, la otra, y me despachaban en media línea: “Él ha dejado atrás su vida en España y a su mujer, que rehúsa hacer declaraciones”. Y ¿qué declaraciones iba a hacer? ¿Que mi marido, que había sido mi novio de toda la vida, me había dejado después de mirar a una loca diez minutos?

Ni siquiera recuerdo muy bien cómo salí del museo y llegué al hotel. Me quedé allí dos días, llorando. Lloré mucho, sentada en el alféizar de la ventana que daba al patio trasero de un edificio de Nueva York.  Él, Paco, no vino ni a recoger sus cosas. A la gente le parecía muy bonito que él se hubiera vuelto tan loco como para dejarlo todo en busca de aquel amor insondable que había encontrado en los ojos de una artista. Pero a mí me pareció indignante que no me diera ni tan solo la oportunidad de mirarlo a los ojos y pedirle una explicación. Que me hubiera explicado a mí la gilipollez esa del amor insondable.

Hace poco, hará unos meses, vi una noticia sobre él, era un reportaje, contando de nuevo la historia del museo y qué había sido de él después de haber pasado los años. Ahora viven juntos en Serbia y él se dedica a hacer escultura vanguardista. Paco, haciendo escultura vanguardista.

Muertos

Alguien ha muerto

Yo aún no lo sé, pero alguien ha muerto. Ha muerto en la calle, tirado en medio del asfalto, atropellado en un mal cruce. Es una de esas muertes crueles que te llegan de repente, sin darte tiempo para un último adiós, un último beso, una última caricia, una muerte cruel e inesperada.

Me dirijo a mi coche que está aparcado en la calle, la misma calle donde ese muerto yace en medio del asfalto. Hay una ambulancia con las luces encendidas, sólo las luces que, mudas de sonido, generan una sensación inquietante. Los sanitarios y el cuerpo están parapetados detrás de un biombo rudimentario, mientras alguna gente se arremolina en la calle tratando de ver qué sucede. Mañana leeré en el periódico que, a esa hora, las 17:03, el hombre ya estaba muerto, aunque yo me lo imagino porque por una rendija del biombo veo que el movimiento, ese abejeo incesante de las maniobras de resucitación ya ha parado.

Me monto en el coche y dirijo una mirada de suficiencia a los mirones que, impúdicos, se paran frente a la tragedia. De repente me asalta una duda: ¿Acaso habría que pararse? ¿Será quizá eso lo más respetuoso? ¿No habría el mundo de detenerse, aunque fuera solo un momento, ante la tragedia del final de una vida humana?

Arranco el coche.

 

Aquí yace un desconocido

El aire era una leve brisa impregnada del frescor de las primeras horas de la mañana y del olor a eucaliptos. Los pájaros entonaban cantos exóticos como cualquier otro día de principios del verano en Australia. El sol era aún un suave toque cálido en la piel y mis pisadas sólo un murmullo apagado en la tierra y la hojarasca, un murmullo que no llegaba a perturbar la plácida quietud de aquel lugar; un cementerio en mitad de la nada, un pedazo de tierra con un puñado de lápidas que marcaban el lugar donde los difuntos reposaban rodeados de árboles y abovedados de un cielo azul infinito. Caminé detrás de él en dirección a las tumbas, sintiendo la torpeza de mis movimientos en comparación con los suyos, con esa sensación de extranjeridad que siempre me embarga cuando estoy lejos de casa y, sobre todo, lejos del idioma.  Esa sensación de entumecimiento  que lo cubre todo con una pátina de novedad y extrañeza, con una pátina de lejanía.

Al llegar a las tumbas el silencio se hizo más denso, más doloroso. La madre muerta, el abuelo muerto, la abuela muerta, un bebé…Le cogí la mano al aflorar las primeras lágrimas y le di un abrazo largo, de esos que van cargados de consuelo, de amor, de disculpas; de todo eso que a veces no llegan a decir las palabras y que trata de llenar, sin conseguirlo, el hueco que dejan los muertos.

Taciturnos deambulamos entre las tumbas, descifrando en cada epitafio la tragedia individual del final de una vida. Me paré frente a una lápida más pobre que las otras, más discreta. La inscripción rezaba, en inglés, “Aquí yace un desconocido”. La tristeza me invadió como una oleada. Sentí pena de aquel hombre que había muerto sin que hubiera nadie que acertara a nombrarlo. Al mismo tiempo, sentí que ese muerto sin nombre no era de nadie y era de todos, también mío. Los otros difuntos tenían padres, esposas, hijos, hermanos, pero el desconocido no tenía a nadie, razón misma por la que podía tenernos a cualquiera. Un ser humano muerto, una vida segada. Una vida con todos sus planes, todos sus decires, todas sus vivencias…Y el pobre se muere sin nombre. Arranqué una flor silvestre de entra la hierba y la dejé junto a la lápida. Aquí yace un desconocido.

Cuando esa palabra hasta entonces inerte, como un cuchillo se abre camino desgarrando todo el hilo de sentido de tu vida, depositando en ella la desoladora crueldad de todas sus significaciones semánticas

Lo peor viene cuando cierras la puerta, cuando todos se han ido y ya sólo queda de ellos el eco de todos sus losiento y teacompañoenelsentimiento. Lo peor es cuando cierras la puerta y la soledad cae como un manto de plomo sobre tus hombros, cuando se han terminado los abrazos y los apretones de manos, los besos y los llantos compungidos de tanatorio, las palabras de aliento. Lo peor, lo peor es cuando la vida sigue. Y, ¿cómo sigue?

Lo peor es cuando después de cerrar la puerta te das la vuelta y ves la casa vacía. Vacía. Con ese silencio sepulcral ―¿no es irónico?― que ya nunca llenarán sus risas ni sus palabras. Con ese silencio sepulcral, sepulcral, que no se irá nunca por más que pongas la tele o la radio, por más que canturrees o que suene el teléfono cuando tu hermana al otro lado de la línea llame para preguntar que cómo estás. Ese silencio es un silencio distinto, un silencio huérfano de su voz extinta. Un silencio de calma tensa, de pena abrumadora, de llanto contenido. Es un silencio mortuorio. Un silencio de faldas negras por debajo de la rodilla, de camisolas negras, de ojeras negras de noches negras sin sueño. Un silencio de crucifijo y velas encendidas frente a la foto del muerto. Muerto, sí, porque cuando cierras la puerta ya no hay forma de no darse cuenta de que se ha muerto. Se te ha muerto, porque los muertos siempre se le mueren a alguien y, ese día, cuando te das la vuelta y ves la casa vacía ese alguien eres tú.

Lo peor es cuando, por más que quieras, nunca te vas a acostumbrar a cocinar para una, y entonces el hábito de echar otro puñado de arroz se convierte en el recuerdo mortificante de la falta del muerto que se te ha muerto. Lo peor es cuando llegas a la habitación y encuentras la cama aún desecha. La misma cama donde ayer por la mañana te encontraste que el vivo se había transmutado en muerto y donde ahora, a solas, tienes que decidir si vas a volver a acostarte ahí o si te mudas definitivamente al sofá, huyendo del dolor insoportable que te despiertan el hueco vacío, el olor conocido, los cabellos sobre la almohada y las huellas de los abrazos nocturnos de todos los años de matrimonio. Lo peor viene cuando te levantas al día siguiente y el muerto sigue muerto. Y la casa vacía. Y el silencio sigue pesando como un manto de plomo sobre tus hombros. Y la cama…

Y aún peor será cuando se les ocurra venir y te insistan en que tienes que salir, cuando quieran ayudarte a sacar su ropa de los armarios, cuando quieran que te apuntes a yoga o a un viaje a la playa. Vendrán, vendrán y dirán que tienes que seguir adelante, que la vida no se acaba, y lo más que acertarás a decir será que sí, que ya mañana si eso, y torcerás el gesto mientras cierras otra vez la puerta, pensando en lo fácil que se ve todo cuando el muerto no es tuyo. Porque el muerto, de quien es, es tuyo y de nadie más. Y eso es justo lo que piensas al cerrar la puerta, cuando te quedas a solas con el silencio sepulcral que lo embarra todo con una pátina de tristeza de casa de tragedia. Y entonces caes en la cuenta de que te ha tocado lo peor. Porque lo peor, sin ninguna duda, es cuando esa palabra hasta entonces inerte, como un cuchillo se abre camino desgarrando todo el hilo de sentido de tu vida, depositando en ella la desoladora crueldad de todas sus significaciones semánticas: viuda.

La avenida Corrientes

 

La avenida Corrientes era un hervidero de gente. Turistas y porteños caminaban por las aceras, los unos despacio, los otros casi corriendo. El rugido del motor y el claxon de los coches enturbiaba el ambiente.

A Amelia nunca le gustó en exceso la Avenida Corrientes, al menos no durante el día. Allí donde algunos decían que Buenos Aires era más Buenos Aires, ella sólo encontraba una ciudad desangelada y gris, llena de gente corriendo o gente perdida. Sólo de noche, cuando las luces de neón de los teatros la llenaban con su magia, le parecía que cobraba alguna vida aquella avenida. Y, sin embargo, para su pesar, recorría parte de Corrientes todas las mañanas a la misma hora, camino de su turno de trabajo en un pequeño café literario que regentaba en la calle Rodríguez Peña. Era un local modesto, pero que ella gustaba de impregnar del sabor de las antiguas tertulias literarias. Por eso le gustaba Buenos Aires, porque lugares como aquel aún podían permitirse continuar abiertos. Su Madrid natal había sido así una vez, pero la última vez que lo visitó encontró que la ciudad que ella añoraba había dejado paso a una ciudad del siglo veintiuno.

Aquella mañana caminaba ensimismada por la avenida Corrientes que era un hervidero de turistas y porteños que deambulaban o corrían a su alrededor. Caminaba camino del pequeño café literario que regentaba en la calle Rodríguez Peña, pensando en cómo Buenos Aires aún conservaba en cierto modo su aire de principios del siglo veinte. Se detuvo, junto al río de gente, en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba. Levantó la vista un momento, tratando de percibir en el ambiente ese perfume de lo añejo que aún conservaba Buenos Aires. Y allí, en aquella esquina inhóspita, a su lado, de repente, lo vio. El fantasma se paró a su lado, sin que ningún tipo de presagio anunciara su llegada. Amelia lo miró como se mira a las ascuas de los fuegos que se apagaron hace mucho tiempo. Y el fantasma pareció ignorarla, se esforzó en ignorarla. Se hallaban el uno junto al otro, a sólo diez centímetros de distancia, como habían estado muchas otras veces en el pasado, pero con la lejanía a la que relegan la muchedumbre y el desamor.

En ese momento, sólo eran dos más de los turistas y porteños que caminaban o corrían por aquella avenida Corrientes que era un hervidero de gente. Dos sombras más de las cuantas se habían congregado en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba. A sólo diez centímetros de distancia, con la lejanía que conlleva la muchedumbre, de su amor no quedaban más que cenizas. Y, sin embargo, mientras el fantasma se esforzaba en ignorarla, Amelia pensó en el tiempo en que aquellas cenizas habían sido fuego. Porque una vez fueron fuego. Recordó el tiempo en que la distancia que ahora los separaba les parecía demasiado. Recordó el tacto de las manos del fantasma, entonces cuerpo presente, mientras le llenaban de caricias su piel. Recordó el sonido de todas las palabras de amor que una vez se dijeron. Recordó el sabor de todos sus besos. Y pensó en cómo el tiempo y otros besos de otros fantasmas venidos después, habían borrado poco a poco el sabor de aquellos labios.

Junto a ellos, los turistas y porteños que recorrían la avenida Corrientes que era un hervidero de gente continuaron ajenos a la pequeña tragedia de Amelia. Parada en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba, se había encontrado al fantasma. A su alrededor nadie pudo notar nada extraño. Dos personas que coinciden en un semáforo. Qué habrían de saber los demás de todas sus anteriores coincidencias, por más intensas que aquellas hubieran sido en el tiempo en que se amaron. A pocos pasos de allí, el cartel de un local de tango, “El Beso”, se alzaba como una cruel metáfora de su encuentro. Un beso, ni un beso, ni siquiera un beso le había dado el fantasma el día que se despidieron. Aquella noche la dejó sin explicación y se marchó dejando la casa cargada de silencio.

El fantasma mantenía un silencio ingrato, allí parado junto a Amelia en el semáforo que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba. Amelia miró el cartel de “El Beso” y sintió una honda tristeza que se alzó por encima del rugido del motor y el claxon de los coches. Pensó que sus besos, todos aquellos besos que una vez le dio al fantasma, no se merecían aquel desprecio. Todas sus caricias y todas las palabras de amor que una vez le entregó, todas las cenizas del fuego que una vez fue su amor, se merecían más respeto que aquel silencio. A diez centímetros de distancia, como si la lejanía de la muchedumbre y el desamor no fueran suficientes, el fantasma la ignoró como si ella sólo fuera una más de los turistas y porteños que abarrotaban la avenida Corrientes.

El semáforo de peatones que regulaba el pequeño cruce de la calle Riobamba se puso en verde. A su alrededor, cuantas personas se habían reunido reiniciaron su camino, cruzando la calle atropelladamente. Amelia se quedó allí parada, viendo al fantasma alejarse entre la multitud de turistas y porteños. Se marchó de la misma forma en que había llegado, sin avisar, sin que ningún presagio anunciara su presencia. Amelia miró el cartel de “El Beso” una vez más y sonrió al pensar en lo cruel de la metáfora. Pensó entonces que otros besos estarían por llegar, otras caricias y otros cuerpos. Y de esos cuerpos habría uno que se quedaría para no convertirse nunca en fantasma. Y ese pensamiento la reconfortó. Le dedicó un último vistazo al fantasma. Que te den, pensó…que a mí ya me darán, pero a cada uno le darán lo suyo. Y echó a andar. Y se perdió entre la muchedumbre como una sombra más caminando por la avenida Corrientes que era un hervidero de gente.

En un lugar de La Mancha

Había un puticlub en un lugar de La Mancha. Era un local modesto, antiguo, un paraíso noventero en mitad de un desierto postmilenial. Al club Las Vegas lo anunciaban unas luces de neón tan cutres como su nombre, tan cutres como sus chicas, tan cutres como sus asientos de polipiel. Se encontraba cerca de un par de gasolineras, en una carretera transitada en un enorme pedazo de nada. Manolo, el dueño, un camionero retirado, le había puesto el nombre al club después de volver de un viaje a la ciudad del estado de Nevada. Hasta el momento, había sido su primer y único viaje al extranjero. Pasó en la ciudad dos semanas, después de haberse divorciado de su mujer, y regresó cuando no le quedaban ni dinero ni dignidad. Suerte que tenía guardados unos ahorrillos, unas doscientas mil pesetas de las de antes, que cundían mucho más que los euros. A su vuelta, fascinado por el fulgor de la ciudad de los casinos, decidió crear su propia réplica en el desierto manchego. Y así, con la ayuda de su amigo Cristóbal, que le dio un préstamo de la Caja Castilla-La Mancha, comenzó su aventura empresarial.

Mari Reyes era una de las primeras chicas que había llegado al club Las Vegas. Al principio lo que daba más dinero eran las cartas, a ella le parecía que a los camioneros les gustaba el póker más que las putas. Pero, después de algunas redadas, Manolo cambió su modelo de negocio. Ahora, casi veinte años después, Mari Reyes ya apenas se acostaba con hombres. Se dedicaba a ayudar a Manolo detrás de la barra y con las chicas y era la única mujer que podía tocar la caja del dinero. Era la única española del local, que en los últimos años se había llenado de rusas y ucranianas de ojos azules, piernas largas y tetas pequeñas. También había una cubana unos años más joven que Mari Reyes y que echaba las cartas del tarot.

-Mari Reyes mi amol, tu estas destinada a algo grande- le decía Odalys con su acento cubano.-¿Ves?, lo dise aquí en el tarot mija, te ha salido el carro y después el mundo.- Mari Reyes se reía y le respondía que las putas no hacen cosas grandes. -Ay que tontería mi amol, tú tienes un aura muy fuelte, como de mujel importante, no como las putas normales, que tienen auras más flojas mija.
La cubana llevaba más de quince años en España, de los cuales, los últimos cuatro, los había pasado en el club las Vegas. Mari Reyes era una mujer práctica, así que no creía en las predicciones de Odalys. En cualquier caso, le reconocía a la cubana su intuición y su inteligencia. Cuando llegó al club, Odalys, lejos de rivalizar con ella, la única mujer de su edad en el local, la trató con respeto y acató la jerarquía establecida. Mari Reyes ejercía, más o menos, de encargada del local. Cuando las chicas llegaban ella les explicaba las normas, organizaba los turnos, las cuidaba, hacía de juez cuando había alguna trifulca y las ayudaba si había algún problema. Aunque no le gustaban las chicas del este, había aprendido a mantenerlas controladas y dar pocas quejas a su jefe. Cerrar la boca y hacer pocas preguntas le había permitido progresar dentro de un negocio en el que las mujeres no son más que la mano de obra. Así, nunca interrogó a Manolo acerca del modo en el que las chicas llegaban al club. Ella veía los pasaportes guardados en la caja fuerte del local y escuchaba paciente las historias de las pobres niñas cuando lloraban asustadas, recién llegadas a un país y una profesión que les eran desconocidos. Entonces ella y Odalys, las consolaban y les enseñaban los secretos que toda mujer, incluso la menos puta, debe saber si quiere sobrevivir en este mundo de hombres. Así, no había chica del club las Vegas que no supiera que antes de subir a las habitaciones había que emborrachar a los camioneros en la barra del bar. Esto era bueno para el negocio y para las mujeres, que veían facilitado su trabajo en la cama, cuando a la mitad de los hombres no se les levantaba el miembro del que tanto alardeaban y, al poco de intentarlo, se quedaban dormidos. Todas sabían, además, cómo fingir un buen orgasmo, y cómo defenderse de las potenciales agresiones mientras esperaban a que llegasen Manolo y el chico de la puerta.

Aquel jueves de otoño la noche estaba siendo tranquila. Odalys hablaba con la chica nueva, Iryna, una niña de 18 años y ojos azules que venía de Ucrania. Mari Reyes sentía pena por ella, más que por otras de las jóvenes que vinieron del Este. La había escuchado llorar algunas noches, ahogando sus lágrimas en la almohada para que sus compañeras de habitación, las muy putas, no le regañaran por no dejarlas dormir con sus llantinas. La misma noche anterior, cuando estaba dando la última ronda a las habitaciones antes de acostarse, Mari Reyes la escuchó sollozando. Y la fachada de mujer fría e implacable que había construido a lo largo de los años no fue suficiente para frenar sus emociones. Pensó que aquella chica, aquella niña, tendría la misma edad que habría tenido ahora el bebé que una vez abortó, cuando ella misma aún era joven e inocente y pensaba que aquel médico de verdad iba a dejar a su mujer. Pobre de ella, que no se dio cuenta de que los sueños no se les cumplen nunca a las putas. Aprendió aquella enseñanza por la vía dolorosa. Puta y medio gitana, entre otras cosas, fueron los halagos que le dispensó el médico, su médico -aquel que le había prometido una vida mejor-, cuando Mari Reyes le contó que estaba embarazada. Abortó en una clínica que le recomendaron otras compañeras y nunca más volvió a confiar en la palabra de los hombres. Se mudó de ciudad y, tras varios años sin rumbo, se estableció en Las Vegas, Albacete. Cuando escuchó llorar a Iryna, no pudo pasar de largo como en otras ocasiones. Se asomó a la habitación y se metió con ella en la cama. Acurrucó a la niña en su regazo y le acarició la cabeza, le dio besos en el pelo y le secó unas lágrimas que a Mari Reyes se le antojaron tan frías como toda la Europa del este. En murmullos le susurró una nana gitana, y las palabras desconocidas calmaron el llanto de la chica, que se aferró a ella abrazándola con todas sus fuerzas hasta que cayó dormida. Al día siguiente puso a la chiquilla a cargo de Odalys, para que mejorase su español, aunque a la cubana le pidió, explícitamente, que ahuyentara a cualquier cliente que se interesara por Iryna.

La noche de aquel jueves tranquilo no había muchos clientes pero aún era temprano. No serían más de las doce cuando se abrió la puerta. Mari Reyes servía un whisky generoso a un camionero que se besuqueaba con una de las rusas. Y ,al levantar la vista, lo vio: varonil y serrano; el hombre entró encendiendo un cigarrillo, con la camisa abierta enseñando el generoso vello del pecho. Se paró en mitad del bar y miró en derredor. Una de las niñas se acercó, eficiente, a saludarlo. Pero el hombre la vio a ella, la mujer, racial y morena como era Mari Reyes, calé, con las tetas rebosando por el escote. Él apartó a la chica con un gesto suave pero firme y caminó en dirección a la barra mirando a la mujer. Ella sintió un cosquilleo familiar que nacía en su entrepierna.
-Un whisky, morena.
-¿Sólo?
-Con hielo.- Una chica pelirroja hizo el amago de acercarse, pero Mari Reyes se libró de ella con un solo movimiento de cabeza. Le sirvió la bebida al hombre sosteniendo su mirada.
-¿Qué hace una mujer tan guapa cómo tú en un sitio como este?- Mari Reyes le rió el tópico. Le quitó el cigarrillo de la mano, apoyó las tetas en la barra y, exhalando una bocanada de humo, le respondió:
-Anda, zalamero, aquí se viene a otra cosa, no a ligar.
-¿Y a qué se viene aquí?
-A follar…pagando, para que las putas hagamos las cosas que tu mujer no te hace en casa.
-¿Cuánto hay que pagar?-preguntó el hombre antes de dar un sorbo a la bebida.
-Eso depende de lo que quieras. Las chicas son más baratas, pero las mujeres somos más caras.-Él sonrió, mirándola fijamente, alargando el silencio, disfrutando de la excitación del vulgar flirteo.
-Yo no follo con niñas-dijo finalmente.-A mí me gustan las pura sangre.- Mari Reyes se dejó tocar una teta, excitada por la comparación equina. En medio del humo y el whisky miró al hombre y sintió el deseo crecer en su interior. Pensó en cuánto tiempo hacía que no se acostaba con un cliente. Su condición de encargada le había permitido ciertos privilegios, entre ellos, el de acostarse únicamente con los hombres que ella deseaba. Aún así, aunque follara para su propio disfrute, ella siempre se ocupaba de cobrar. En un mundo de hombres, Mari Reyes había conseguido hacer de su sexo fortaleza en lugar de debilidad. Follando por amor, los hombres la usarían; follando por dinero, era ella quien usaba a los hombres.

Ya en la habitación, el hombre se quitó la camisa mientras la besaba con frenesí. Se llamaba Paco y era de Algeciras. Era moreno y olía a macho y a infidelidad. Mari Reyes acarició sus brazos fuertes y desnudos mientras él la despojaba del vestido ceñido que aprisionaba sus curvas gitanas. Le dio la vuelta para tomarla por detrás y le rompió las medias para hacer las bragas a un lado y penetrarla con fuerza mientras la empujaba hacia la cama. Mari Reyes disfrutó de las primeras embestidas y del frenético ritmo animal. Trató de darse la vuelta para mirar al hombre a la cara, pero él se tumbó sobre ella y con una mano firme empujó su cabeza contra el colchón. La violencia la excitó y, al notarlo, el hombre aumentó el ritmo. Le golpeó la nalga y le dedicó un «anda puta» sonoro y contundente que la hizo arquearse de placer. Fue entonces cuando el hombre cogió el cinturón de cuero de sus pantalones. Mari Reyes temió lo peor.
-¡Hijo de puta no me pegues!-masculló. Pero el hombre se apresuró a tumbarse sobre ella y, tapándole la boca con la mano le susurró:
-Esto no es para ti, es para mí. No voy a pegarte. Voy a ponérmelo en el cuello y quiero que tú tires, así que no grites…¿las putas no estáis aquí para hacer lo que mi mujer no me hace?
Mari Reyes se dio la vuelta aún sobresaltada. El hombre estaba de rodillas sobre ella, con el cinturón a medio anudar alrededor del cuello. Por un momento ella pensó en dejarlo allí tirado, empalmado y con el cinturón al cuello. Pero volvió a mirarlo: era como un toro embravecido, sudoroso, jadeante, con los ojos inyectados de placer y el torso fuerte y velludo. El hombre acarició los muslos tersos de ella e introdujo dos dedos en la humedad de su sexo. Mari Reyes volvió a excitarse y pensó que en peores plazas había toreado. Agarró el extremo del cinturón que Paco terminó de anudar con destreza en su propio cuello. Con el primer tirón él volvió a penetrarla con violencia. Se fundieron en un abrazo y, en un trance sexual, Mari Reyes se entregó al goce y a su tarea. Tiró con la misma fuerza con la que el hombre empujaba el pene en su interior, y la escena fue un escándalo de jadeos, murmullos y golpes. La gitana gritó de placer en varias ocasiones mientras el hombre la azotaba, la golpeaba y la penetraba. Y, ante todo, siguió tirando. Cuando llegó al orgasmo pensó que se encontraba al borde del desmayo. Se dejó caer en la cama, exhausta, y el hombre cayó sobre ella. Mari Reyes recobró el aliento como pudo, aún sorprendida por el vigor y la bravura de su parteneire. Le pidió un merecido cigarro, pero el hombre no contestó. Él estaba quieto, inmóvil, con el cinturón anudado en el cuello, mientras su cuerpo yacía tendido boca abajo en la cama. Mari Reyes le dio la vuelta con cautela y fue entonces cuando pudo comprobar que Paco de Algeciras estaba muerto. Hijo de la gran puta, pensó para sus adentros.

Esto me pasa a mí por meterme en cosas raras-dijo, sin poder obtener ninguna respuesta del cuerpo inerte que permanecía en la cama. Rebuscó entre las pertenencias del hombre hasta que encontró el paquete de tabaco. Encendió un cigarrillo y dio tres caladas largas. No te pongas nerviosa.-se dijo.-Piensa, piensa…-y entonces llamaron a la puerta.
-Mari Reyes, mi amol, ¿estás bien? He escuchado golpes.-preguntó Odalys del otro lado. Sujetando el pomo, Mari Reyes contestó:
-Estoy bien, pero hoy tienes que encargarte tú de las niñas. Aquí el camionero ha pagado por toda la noche, así que tengo trabajo.
-¿Seguro que estás bien, mija? Te noto el aura un poco rara.
-Déjate de auras ni de mierdas, ¡que me estoy comiendo una polla, coño!-mintió.
-Ay niña, qué salvaje te pones.
Cuando se marchó la cubana, Mari Reyes agarró el cuerpo del hombre y, como pudo, lo arrastró hasta el cuarto de baño contiguo. Se vistió y volvió a registrar entre las cosas de Paco. Sacó de la cartera 300 euros que se guardó en el sujetador. Encendió otro cigarrillo y se sentó en la cama para fumárselo. Los pensamientos comenzaron a discurrir rápidos en su mente. Le pareció ver los titulares en los periódicos al día siguiente: “Prostituta mata a un camionero en Albacete”. Pensó que nadie escucharía su versión de la historia, ¿quién iba a creerse que el hombre le había pedido que lo estrangulara? Habría juicio, prensa, mujer e hijos del difunto…De repente no tuvo dudas, Mari Reyes tenía que huir.

Alrededor de las 6 de la mañana abrió la puerta y se asomó al pasillo para comprobar que el resto de habitaciones estaban cerradas. No había luces, el club Las Vegas dormía. Sigilosamente, se aproximó a uno de los armarios que había en el pasillo, sacó algo de ropa y la metió en unas bolsas de plástico. Embutida en su vestido negro descendió las escaleras hasta la planta baja del club. Encontró el bar desierto, apacible. Le gustaba la quietud de las cosas en los momentos previos al despertar de un nuevo día. Siempre le parecía que el alba le daba al mundo una tranquila sensación de irrealidad. Una vez que todos hubieran despertado, ella sería una asesina que había huido dejando tras de sí el cuerpo asfixiado de un camionero gaditano. Pero ahora, no era más que una puta en la barra del bar de un puticlub de Albacete. Sacudió la cabeza para liberarse de la sensación de serenidad que la había poseído. Abrió la caja fuerte y sacó novecientos euros. Y, al darse la vuelta, se encontró frente a frente con Iryna. Por sus ojos enrojecidos Mari Reyes imaginó que la chica había pasado la noche en vela. Maldita sea, se dijo.
-¿Qué haces aquí?-le espetó.
-No podía dormir…escuché ruido.-respondió Iryna con su acento torpe.
-Anda, anda, vuelve a la cama, que todavía es muy temprano.- La chica miró las bolsas con ropa encima de la barra y el dinero que Mari Reyes trataba de esconder.
-¿Te vas?-Y la pregunta sonó como un anhelo.-Llévame contigo, por favor, llévame contigo, no puedo quedarme aquí.- le pidió mientras las lágrimas volvieron a cruzarle el rostro. Mari Reyes maldijo la pena inmensa que sintió al ver llorar a la niña. Déjala-se dijo. Pero pensó en qué sería de aquella chiquilla, traída de cualquier manera de su país, huyendo de quién sabe qué y forzada a ser puta. Era tan joven. No puedo dejarla aquí-pensó. Abrió los ojos y agarró a Iryna de la mano.
-Te vienes conmigo…pero como me des problemas te dejo tirada.- La chica la abrazó y le dio un beso en la mejilla.-Venga, venga, déjate de besos, vámonos antes de que se despierten.

Atravesaron las puertas del club y se dirigieron al primero de los dos camiones que había estacionados en el aparcamiento. Tuvieron suerte, la llave robada del bolsillo del pantalón del cadáver abrió la puerta. Mari Reyes ocupó el lugar del conductor. Ajustó el asiento, se puso el cinturón y arrancó.
-¿Has conducido alguna vez un camión?-preguntó Iryna.
-Yo he hecho muchas cosas niña.
Maniobró con el volante y la palanca de cambios y sacó el camión del aparcamiento. Encendió un cigarro y contempló el horizonte a la luz de los primeros rayos de sol. Iryna encendió la radio. Mari Reyes pensó en las predicciones de Odalys. Al final la cubana había acertado y Mari Reyes había conseguido un carro muy grande para conquistar el mundo. Ellas, Thelma y Louise escuchando Los Chunguitos. Dos putas en un lugar de La Mancha.